De cómo Trump le devolvió a Rusia su estatus de superpotencia que la Casa Blanca le negaba
Pero en Finlandia ocurrió algo que quizá en el Kremlin esperaban, aunque no que se diera de la manera tan favorable como sucedió, y de ahí que la cancillería rusa evaluara el resultado del encuentro como “mejor que súper”.
El presidente Trump le reconoció a Putin el estatus de igual, de líder de la otra superpotencia hegemónica que en la última década la Casa Blanca quiso obviar (pese al poder indiscutible de su arsenal nuclear y sus aspiraciones hegemónicas).
Al ver la rueda de prensa con la que se resumió la cumbre - un trabajo que Trump dejó en manos de Putin-, podía tenerse la impresión de que se había producido un regreso al mundo bipolar de la Guerra Fría, cuando ambas capitales definían estrategias y soluciones muchas al margen a veces de los países involucrados y de las organizaciones internacionales.
Además, la insistencia del mandatario estadounidense de recordar que entre ambas naciones controlan el 90% del arsenal nuclear del mundo puede leerse como una intencional disminución de la importancia de otros aliados de Washington. Sobre todo después de la pugnacidad que se vivió durante los días previos en la cumbre de la OTAN en Bruselas.
El presidente se fue de Bruselas asegurando que Europa es un “enemigo” y aunque al final dijo que la alianza defensiva occidental gozaba de buena salud, los socios quedaron sacudidos por la brusquedad de sus modos y el efecto desestabilizador para una organización pensada, precisamente, para contrarrestar las aspiraciones hegemónicas rusas.
En cambio, Trump dijo que ve a Putin como a un competidor más que como a un rival, pero al decirlo aclaró que ese calificativo era un halago que le hacía. La reacción en Washington y el silencio entre los aliados de EEUU deja claro que el mandatario está bastante solo en esa apreciación sobre alguien que es criticado por muchos por ser un autócrata con una política internacional expansiva.
Trump al rescate
Putin estaba aislado en la escena internacional por la anexión de Crimea en 2014 y sus esfuerzos previos para influir en la política interna de Ucrania, Georgia y otros países de la periferia rusa, por tratar afectar a la OTAN y detener su expansión hacia el este, y de convertirse en factor de poder en Medio Oriente. (Todos esos puntos están identificados como amenazas en el informe sobre la Estrategia de Defensa Nacional publicada por la Casa Blanca este año).
La política de Barack Obama era considerar a Moscú un “poder regional” y, aunque tras la caída de la Unión Soviética se le incluyó en el Grupo de las 8 naciones más ricas del mundo (que desde la anexión de Crimea ha vuelto a su original conformación de siete ), su relativa pequeñez económica, en la evaluación estadounidense, no equiparaba la influencia de Moscú con la de Washington.
La crisis ucraniana y las evidencias detectadas a partir de mediados de 2016 de que la inteligencia militar rusa estaba atacando servidores del Partido Demócrata, tratando de penetrar oficinas electorales estatales y hasta la infraestructura estadounidense, llevó a la Casa Blanca a adoptar una política de sanciones financieras y expulsión de personal diplomático.
Muchos esperaban que a medida que esas evidencias han ido creciendo (justo el viernes la fiscalía especial que investiga el llamado inculpó a 12 agentes de inteligencia rusos) esa política se profundizaría.
A pocos meses de llegar al poder, Trump firmó nuevas sanciones y expulsó a decenas de diplomáticos, más un grupo de rusos que trabajaban en la delegación ante Naciones Unidas que Washington calificó como "espías". La medida acalló por momentos las acusación de 'rusófilo' (o por lo menos irador de Putin) que muchos se siguen endilgando por lo que perciben como su debilidad ante el líder ruso. La cumbre de Helsinki es ahora para ellos su mayor evidencia.
El hecho es que el presidente no cree en la investigación del 'Rusiagate', como quedó claro en la rueda de prensa, en la que puso en duda el trabajo de sus propias agencias de inteligencia y en cambio dio gran valor a la negativa del mandatario ruso.
Heredero soviético
Un rápido repaso a la realidad geopolítica indica que Moscú no puede ser considerado como un simple poder regional como pretendía Obama.
El país heredó el arsenal nuclear soviético y su puesto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, desde el que hace sentir su importancia, frecuentemente ejerciendo su poder de veto en temas donde sus intereses no están bien representados por las resoluciones del organismo mundial.
Rusia ha estado involucrada en muchas negociaciones internacionales: desde el acuerdo nuclear con Irán o los esfuerzos por controlar el programa nuclear de Corea del Norte como parte de las llamadas conversaciones del Grupo de 6, la intervención a partir de 2015 en la guerra civil en Siria a favor del gobierno de Bashar al Asad y por extensión en la crisis general del Medio Oriente, hasta el apoyo a cuestionados gobiernos latinoamericanos como Venezuela o Cuba.
La propaganda del Kremlin insiste en que Putin ha vuelto a poner a Rusia en el importante sitial de potencia global que perdió con el colapso del sistema soviético y que ha recuperado el prestigio y la influencia que tuvo desde el final de la Segunda Guerra Mundial gracias a haber llevado durante varios años el mayor peso en el enfrentamiento con la Alemania nazi.
Las casi dos décadas de Putin al frente del Estado ruso ( alternativamente como presidente y como primer ministro) han sido la historia de su esfuerzo por devolverle al país la “grandeza” de los tiempos soviéticos, aunque sin pretender regresar a un sistema económico comunista.
Trump en Helsinki desbarató la política de marginalización en cuestión de horas y le dio a Putin un triunfo inesperado al restablecer la línea directa entre Moscú y Washington tan necesaria para el prestigio que la diplomacia rusa quiere proyectar.
Así que ahora, la maquinaria propagandística rusa puede contar con el nada desdeñable aval del presidente de EEUU que -irónicamente- ha vuelto a hacer a Rusia grande otra vez.