El drama de tres jóvenes pilotos perdidos en la selva peruana
Néstor Clavijo está retirado de su trabajo como técnico de transporte de la Compañía Colombiana de Petróleos, Ecopetrol. Su hijo Julián siempre quiso ser piloto. Soñaba con comandar un avión grande de una aerolínea comercial. Clavijo financió sus estudios de inglés en Inglaterra y después la carrera de aviación en una escuela cercana a Bogotá. Al graduarse, Julián consiguió empleo en una aerolínea de ambulancias aéreas. Néstor sostiene que uno de sus instructores que trabajaba para la escuela Centauros de Villavicencio, una ciudad a unos 130 kilometro al oriente de Colombia, empezó a invitar a Julián para que trabajara como instructor.
“Venga negro, venga que acá hay trabajo, venga que acá le va a ir mejor y pues lo convenció de irse a Villavicencio y él renunció”, recuerda Néstor que le dijo el instructor.
La capitana de aviación Grace Cardoso, representante legal de la escuela Centauros, explicó a Univision que Julián hizo un curso de instructor de vuelo y trabajó dos meses con la escuela.
“Él voló con nosotros unas 30 horas, tal vez como instructor y no tuvimos ningún inconveniente, ni reporte de los alumnos ni ninguna emergencia o nada de que nos haga pensar que de pronto era un mal piloto”, señaló Cardoso.
Dijo que no tenía conocimiento de que algún intermediario hubiera reclutado a Julián para trabajar en Bolivia.
“[Julián] Clavijo no tenía ninguna necesidad económica. Cada muchacho obtiene su licencia o termina, hace las horas que sea o se retira, pero no somos responsables de lo que sigan haciendo en adelante”, aclaró.
Julián no encontró lo que buscaba en Villavicencio, según su papá, y decidió regresar a Bogotá en agosto de 2015. La madre de Julián, Marta Ligia Villegas, quien está separada de Néstor, comentó que por esa época empezó a notar un comportamiento extraño del joven de 22 años.
“Entonces, él empieza que muy callado, metido en sí mismo, muchas veces lo noté y ‘Juli, ¿y qué le pasa?’ ‘No, nada mamá’ ‘Juli, ¿tiene problemas?’ ‘No, mamá’”, recordó Marta Ligia en entrevista con Univision.
A Marta Ligia le preocupaba además que Julián empezó usar tres celulares.
“No es normal y que usted no lo vea sino a toda hora pegado a eso”, agregó.
Aterrizaje forzoso
A mediados de agosto de 2015, Julián se fue de Colombia sin despedirse de sus padres. No se presentó en una entrevista de trabajo que tenía programada en Bogotá ni se comunicó con ellos en los días siguientes.
La única que sabía de su paradero era su hermana Jennifer. Ella mantuvo el secreto durante unos cinco días hasta que su padre, que sospechaba que estaba hablando con Julián por teléfono, se lo quitó y él se puso.
Néstor le preguntó a gritos dónde estaba. Julián respondió que en Bolivia.
“Yo le digo muy bravo ‘Julián, hágame el favor y se me viene. ¿Pero qué está haciendo?’ No, tranquilo papá que estoy bien dele el teléfono a Jennifer”.
Al colgar, Jennifer contó que Julián había tenido que aterrizar de emergencia junto con otro tripulante en una avioneta Cessna en la selva peruana. Ambos estaban ilesos.
“Sí papá, Julián está por allá por el lado del Perú bajando por un río que se llama Cutivirene hacia la desembocadura del río Ene”, le dijo según recuerda Néstor. Julián se comunicaba con su hermana desde un teléfono satelital.
Julián había tenido que aterrizar de emergencia junto con otro tripulante en una avioneta Cessna en la selva peruana. Ambos estaban ilesos.
Néstor se sumergió en Google Earth y descubrió consternado el punto donde había caído la aeronave: una mancha selvática de verde profundo atravesada por el hilo de un río desolado.
“Pensé que estaba cometiendo una cosa ilícita. Inmediatamente”, comentó Néstor.
Julián mantuvo comunicación con su hermana desde el 18 de agosto, cuando ocurrió el accidente, hasta el 29 del mismo mes.
Aparentemente el joven tenía la esperanza de que “la gente para la que trabajaba” iría a rescatarlo. Pero poco a poco se fue decepcionando. El último día de comunicaciones le dijo a Jennifer, según recuerda su padre, que “esta gente ya no quiere venir por mí. No sé qué pasa y se me van a acabar las baterías”.
Néstor viajó la primera semana de septiembre a Perú y después de varias paradas llegó a Cutivireni, una población enclavada en el parque natural de Otishi, entre las regiones de Junín y Cusco.
No pudo continuar porque requería permisos de las autoridades del parque, pero en sus largas caminatas por comunidades indígenas y pueblos selváticos de alrededor, fue escuchando toda clase de versiones: unos decían que vieron a los pilotos caminando por un río; otros que se habían integrado a grupos de nativos que generalmente los entregan a las autoridades o los matan. También le dijeron que existía la posibilidad de que hubieran sido secuestrados por de un reducto de la agrupación armada maoísta Sendero Luminoso que los mantendrían como esclavos trabajando en la producción de cocaína.
“Algunos indígenas contaron que al hijo mío lo habían visto dentro de una avioneta asustado”, recuerda Néstor. No era para menos, dice él, era el primer vuelo en la zona.
En este punto de la entrevista, sentado sobre una piedra frente al río que atraviesa a Satipo, Néstor, que había mostrado fortaleza y serenidad en su relato, rompió en llanto incontrolable.
“Ay, mi muchacho”, dijo cubriéndose el rostro, “no sé qué vino a hacer por acá mi muchacho, Dios mío, ¿por qué se ha metido? Diosito lindo, ¿por qué? Es el único hijo que tengo varón… Dios mío”.
La clave de lo que ocurrió con los jóvenes desaparecidos la pueden tener los integrantes de un grupo que, según fuentes locales, fue enviado al lugar del accidente para recuperar la droga que presuntamente transportaba la avioneta.
Los hombres lograron llegar al lugar después de cinco días de camino. Diez de ellos fueron arrestados y están en una prisión de Satipo. No es claro si en el momento del arresto habían recuperado la mercancía. Según las fuentes, los acusados alegaron que ellos solo iban a rescatar a los jóvenes, pero negaron que estuvieran en poder de la droga.
Néstor es reacio a hablar de este tema porque sabe que cualquier comentario puede incriminar a su hijo y al de Vanessa.
Desde septiembre de 2015 ha visitado seis veces el Perú. Para financiar los viajes, vendió un apartamento en Bogotá. Se sabe la geografía de la zona como si fuera de allí. Conserva varios videos selfies cruzando ríos en planchones, describiendo el lugar que visita, llegando a viviendas de indígenas en compañía de un guía local y algunas veces de un intérprete de lenguas nativas.
En uno de esos viajes conoció a Vanessa, diseñadora de modas de Villavicencio.
Dos hijos desaparecidos
Vanessa tiene seis hijos. Fue madre desde muy joven. Estuvo casada con un piloto que murió en un accidente automovilístico, según explicó. Luis Andrés, de 22 años, y Juan Pablo, de 27, estudiaron aviación en Venezuela. También viajaron en 2015 a Bolivia a trabajar en fumigación, según le dijeron.
En menos de una semana se enteró de que los dos estaban desaparecidos, uno tratando de rescatar al otro que había caído en la selva.
“Yo me tiré al piso todo el día, a gritar. No quería pararme, no quería hacer nada”, recuerda.
Las versiones del paradero de sus hijos son variadas y confusas, pero esto es lo que ella ha logrado reconstruir: a mediados de 2015 Vanessa se enteró de que Luis Andrés había sufrido el accidente junto a Julián.
Al enterarse de que su hermano estaba perdido, Juan Pablo salió en su rescate desde Bolivia piloteando una avioneta muy vieja que le decían La Verdolaga y que se la había prestado “el señor de la empresa”. Después de un largo viaje, Juan Pablo ubicó el sitio donde estaban su hermano y Julián en cercanías de un río. Desde la avioneta, lanzó víveres.
“Juan Pablo voló y le botó comida a Luis Andrés, galletas, linternas. Me dijeron que Luis Andrés le dijo por la radio: ¡¡¡hermano ya lo vi, váyase!!!”, afirma Vanessa.
Para Vanessa y Néstor es un misterio por qué los jóvenes accidentados no querían llamar la atención.
Según versiones no confirmadas que recibió Vanessa, días después, al ver que su hermano continuaba perdido, Juan Pablo quiso hacer otro vuelo. Pero el hombre de la empresa no lo autorizó.
“Él le dijo que no, que lo sentía pero que ya no había ya más búsqueda, que no había más plata para eso”, explicó Vanessa. “Y entonces mi hijo como era un poquito impulsivo le diría una cosa al tipo y desde allí nunca. Nos dijeron al otro día cuando me llamaron que mi hijo se había matado, ¿me entiendes? me lo desaparecieron”.