Estado rojo, ciudad azul

Estados Unidos tiene ahora el presidente más metropolitano del que se tenga memoria: un residente de Manhattan, criado en Queens, constructor de rascacielos y a quien le gusta vivir en apartamentos. Sin embargo, fueron las zonas rurales de Estados Unidos las que llevaron a Donald Trump a la victoria, el presidente fue derrotado en las ciudades. La dependencia republicana de los suburbios y el campo no es nueva, por supuesto, pero en la elección presidencial la brecha entre los votantes de zonas urbanas y los de zonas no urbanas fue más amplia de lo que había sido en casi un siglo. Hillary Clinton ganó 88 de los 100 condados más grandes del país, pero aún así fue derrotada.
Las ciudades estadounidenses parecen estar distanciándose del resto del país y la tentación para los liberales es intentar abrazar esa tendencia. Como los republicanos controlan la presidencia, ambas cámaras del Congreso y la mayoría de los congresos estatales, los demócratas están recurriendo a las ordenanzas locales como sus mejores esperanzas en temas que van desde el control de armas de fuego y el salario mínimo hasta los derechos de las personas transgénero. Incluso antes del día de la toma de posesión, alcaldes de grandes ciudades establecieron planes para empujar la nueva istración hacia la izquierda, especialmente en materia de inmigración—y, en caso de fracaso, para unirse para resistir sus políticas.
Pero si los defensores liberales se aferran a la esperanza de que el federalismo les permitirá crear paraísos progresistas, están obviando un gran problema: el poder puede estar descentralizado en el sistema estadounidense, pero recae en el estado, no en la ciudad. Los recientes acontecimientos en los estados rojos donde las ciudades son focos de liberalismo son instructivos y cautelares. En los últimos años, los gobiernos municipales y las legislaturas estatales han luchado unos contra otros en una serie de batallas que involucran la prelación, el principio de que la ley estatal está por encima de la normativa local, así como la ley federal suplanta la ley estatal. No les ha ido bien a los habitantes de las ciudades.
Observadores que siguen de cerca estos enfrentamientos esperan que éstos proliferen en los años venideros, con resultados similares. "Estamos a punto de ver una tormenta de órdenes de prelación a nivel estatal y federal, de mayor magnitud que cualquier otra en la historia", comenta Mark Pertschuk de Grassroots Change, que monitorea estas leyes mediante una iniciativa denominada Preemption Watch. Según el conteo del grupo, al menos 36 estados promulgaron leyes donde establecen prominencia sobre las ciudades en 2016.
Las legislaturas estatales se han involucrado en temas que van desde lo expansivo hasta lo excéntrico. Ejemplos comunes incluyen bloquear ordenanzas de salario mínimo local y licencia por enfermedad, a las que se oponen grupos empresariales, y la prohibición de bolsas de supermercado de plástico, que desata la ira de las empresas minoristas. Algunos estados les han prohibido a las ciudades promulgar reglamentos de armas de fuego, frustrando a los dirigentes que dicen que las ciudades tienen problemas con las armas de fuego diferentes a los que hay en las zonas rurales. Alabama y Arizona aprobaron proyectos de ley dirigidos a 'ciudades santuario', es decir, aquellas que no cooperan con la aplicación de las leyes federales de inmigración. Aunque los tribunales rechazaron buena parte de esas legislaciones, otros estados han considerado sus propias versiones.
Arizona también se aseguró de que sus ciudades no puedan prohibir los regalos en los Happy Meals (las ciudades en otros estados había hablado de prohibirlos, citando la teoría de que atraen a los niños hacia McDonald's), y cuando algunas de sus ciudades tomaron medidas contra los criaderos masivos de perros, también bloqueó el reglamento local al respecto. Las ciudades de Oklahoma no pueden regular los cigarrillos electrónicos. Mississippi decretó que las ciudades no pueden prohibir las bebidas azucaradas y se espera que la industria de bebidas presione a otros estados a seguir el ejemplo.
La mayoría de estas leyes aplican preferencias políticas conservadoras. Esto es, en parte, porque los republicanos disfrutan de un control sin precedentes en las capitales estatales: tienen 33 gobernaciones y mayorías en 32 legislaturas estatales. La tendencia también refleja un cambio más amplio: Los estadounidenses están en medio de lo que se ha llamado 'la gran clase', un proceso en el que se agrupan con personas que comparten perfiles socioeconómicos y políticos similares. En general, esto significa que las zonas rurales se están volviendo más conservadoras y las ciudades, más liberales. Incluso los estados más rojos contienen ciudades liberales: la mitad de las áreas metropolitanas de Estados Unidos con los mayores aumentos de población recientes están en el sur y son democrátas. Texas, por ejemplo, es el hogar de cuatro de esas ciudades; Clinton ganó en a cada una de ellas. Cada vez más, las divisiones políticas y culturales más importantes no están entre los estados rojos y los estados azules, sino entre los estados rojos y las ciudades azules que contienen.
En ningún lugar ha sido más dramática esta tensión que en Carolina del Norte. El estado acaparó titulares en marzo pasado cuando su asamblea general dominada por los republicanos abruptamente derogó una ordenanza de Charlotte que prohibía la discriminación contra las personas LGBT (que afirmaba, entre otras cosas, que las personas transgénero podían usar el baño que desearan). Sin embargo, los legisladores no sólo revirtieron la ordenanza de Charlotte; la ley estatal, HB2, también les prohibió a todas las ciudades del estado aprobar normativas contra la discriminación y también prohibió las leyes sobre el salario mínimo.
A la legislatura de Carolina del Norte no les resultaban nuevas las prelaciones. Previamente, había prohibido las ciudades santuario, les había prohibido a las ciudades destruir las armas decomisadas por la policía local y había bloqueado regulaciones sobre el fracking. Además, había reestructurado el consejo de la ciudad de Greensboro para diluir la influencia democrática. En el Condado de Wake, donde se encuentra Raleigh, había redefinido los distritos tanto para la junta escolar como para la comisión del condado, traspasando el poder de los votantes urbanos a los votantes suburbanos. El estado se había apoderado del Aeropuerto de Asheville e intentó incautar su sistema de agua también. Los legisladores también habían aprobado un proyecto de ley que le arrebataba el control a Charlotte sobre el aeropuerto de la ciudad y se lo entregaba a una nueva comisión.
Sin embargo, HB2 era diferente: provocó una feroz reacción nacional, incluida una demanda del Departamento de Justicia de Estados Unidos y el boicot por parte de empresas, ligas deportivas y músicos. Puesto que las expansiones corporativas, las convenciones y los conciertos usualmente se celebran en las ciudades, las ciudades de Carolina del Norte son las que más han sufrido. En los dos meses posteriores a la aprobación de la HB2, la Cámara de Comercio de Charlotte calculó que la ciudad había perdido casi 285 millones de dólares y 1,300 empleos, y eso fue antes de que la NBA decidiera no celebrar sus Juegos de las Estrellas de 2017 en la ciudad. Asheville, un imán para el turismo bohemio en la Cordillera Azul, perdió millones tan sólo a causa de conferencias canceladas.
Para los residentes de Asheville, la serie de proyectos de ley de prelación parecían intimidación. "La gente está furiosa. Está confundida", me dijo Esther Manheimer, alcaldesa de Asheville, mientras su ciudad luchaba por mantener el control de su sistema de agua. "Somos una ciudad donde muchos desean vivir. Estamos en todas las listas de las 10 mejores ciudades. ¿Cómo podría alguien tener problemas con la forma en que Asheville se istra, o con las cosas que la gente de Asheville valora?".
La mitología nacional aprecia las reuniones ciudadanas de Nueva Inglaterra como los cimientos de la democracia estadounidense, y alguna vez lo fueron. Pero la Constitución no menciona las ciudades en absoluto, y desde finales del siglo XIX, los tribunales han aceptado que las ciudades son criaturas del estado.
Algunos delegan determinados poderes a las ciudades, pero los estados siguen siendo la autoridad superior, incluso aunque los habitantes de las ciudades no se den cuenta. "La mayoría de la gente piensa 'tenemos una elección aquí, elegimos a un alcalde y al consejo de nuestra ciudad, organizamos nuestra democracia. Debemos tener derecho a controlar nuestra propia ciudad a nuestra forma'", dice Gerald Frug, profesor de derecho de la Universidad de Harvard y experto en gobierno local. "Si uno va a cualquier lugar en Estados Unidos y pregunta, '¿Usted cree que esta ciudad puede controlar su propio destino?'. '¡Por supuesto que puede!' La idea popular de lo que hacen las ciudades entra en conflicto directo con la realidad legal".
La ruta a la doctrina de la supremacía estatal fue escabrosa. En 1857, cuando el estado de Nueva York arrebató algunos de los poderes de la ciudad de Nueva York—incluyendo su fuerza policial—hubo disturbios. Pero después de la Guerra Civil, la marea de la opinión pública y jurídica se volvió en contra del gobierno local. Tras el rápido crecimiento urbano, alimentado en parte por la inmigración, las ciudades se llegaron a considerar guaridas de libertinaje y políticas subversivas. Además, muchos municipios se buscaron problemas, al gastar de manera licensiosa para atraer a los ferrocarriles a las ciudades. Al no poder hacer frente a sus deudas, algunos pueblos y ciudades se disolvieron, dejando a los estados con toda la responsabilidad e inspirando las leyes que les impedían a las ciudades emitir bonos de forma independiente. En una decisión en 1868, el jurista John Forrest Dillon declaró que las ciudades estaban totalmente en deuda con sus legislaturas estatales: "Les dan el aliento de vida, sin el cual no pueden existir. Conforme crea, así puede destruir. Si puede destruir, puede limitar y controlar".
Las actuales medidas drásticas contra las ciudades se hacen eco de las ansiedades del siglo XIX acerca del progresismo, la demografía y la insolvencia urbanos. Muchas de las ciudades del sur que han sido blanco de prelación son consideradas imanes para los intrusos foráneos. Los titulares de los cargos republicanos han criticado duramente las ordenanzas antidiscriminatorias como las de Charlotte como una violación de la naturaleza y la moral cristiana. Han argumentado que una mezcolanza de leyes de salario y licencia por enfermedad ahuyentarán los negocios, y que las prohibiciones contra el fracking ahogarán la economía.
Pero la realidad económica que apuntalaba la desconfianza entre las zonas rurales y urbanas en el siglo XIX, ahora se invierte: en la mayoría de los estados, la agricultura ya no predomina. Las zonas rurales están en dificultades, mientras que las zonas densamente pobladas con fuerza laboral muy capacitada y estilos de vida socialmente liberales florecen. A su vez, los votantes rurales albergan un creciente resentimiento hacia los de las ciudades, desde Austin hasta Atlanta, desde Birmingham hasta Chicago.
En este contexto de creciente división entre las zonas urbanas y rurales, a los partidarios de ambos partidos políticos han comenzado a gustarles posiciones típicamente asociadas con sus adversarios. El Partido Republicano se ha considerado a sí mismo durante mucho tiempo parte de la descentralización, criticando a los demócratas para intentar dar órdenes a las comunidades locales desde el Capitolio, pero ahora los republicanos son los que están prelando al gobierno local. Mientras tanto, después de años de ver reformas democrátas revocadas por prelación, el partido del gran gobierno se encuentra liderando el poder descentralizado.
Ambas partes pueden encontrar sus nuevas posiciones inesperadamente difíciles. Como muestra la experiencia de Carolina del Norte, los gobiernos estatales a quienes les encanta la prelación tienen una tendencia a extralimitarse: la corte suprema del estado decretó inconstitucional el intento de toma del sistema de aguas de Asheville. Los tribunales federales invalidaron los esfuerzos de reestructuración distrital en Greensboro y el Condado de Wake. La toma del aeropuerto de Charlotte fracasó cuando la istración Federal de Aviación (FAA, por sus siglas en inglés) señaló que el estado no tenía la autoridad para transferir la certificación del aeropuerto. En noviembre, los votantes expulsaron al gobernador Pat McCrory, debido en parte a la profunda impopularidad de la HB2.
En un giro muy extraño, el verano pasado, los republicanos en la legislatura estatal de Carolina del Norte se unieron a los demócratas en el rechazo a un proyecto de ley, que presentó un poderoso senador republicano saliente, para reestructurar el consejo de la ciudad de Asheville. En un acalorado debate, el representante Michael Speciale, republicano, se burló de sus colegas por actuar como si de repente supieran más que el pueblo de Asheville. "Podemos no estar de acuerdo ideológicamente con los ciudadanos de Asheville o el consejo de la ciudad de Asheville", dijo. "Lo siento, pero no tenemos que estar de acuerdo con ellos, porque no vivimos allí".
Por lo general, sin embargo, las ciudades están en desventaja. Es lógico que estas zonas, al conocerse imprescindibles desde el punto de vista económico, cada vez más progresistas y políticamente desamparadas, quieran usar las ordenanzas locales como un baluarte contra el estado conservador y las políticas federales. Pero esta táctica probablemente fracasará. En la medida en que los estados les han otorgado a veces a las ciudades margen para promulgar políticas anteriormente, esa tolerancia ha sido el resultado de las normas políticas, no de las estructuras jurídicas. Una vez que esas normas se derrumben, y las legislaturas estatales decidan hacer valer su autoridad, las ciudades van a tener muy pocos recursos.
Una importante lección de las elecciones presidenciales del año pasado es que las normas políticas estadounidenses son mucho más débiles de lo que parecían y permitieron el triunfo de un candidato impopular, asediado por escándalos, en parte porque los votantes fuera de las ciudades se opusieron al ritmo del cambio cultural. Otra lección es que Estados Unidos está llegando a parecer dos países separados, uno rural y otro urbano.
Sólo uno de ellos, en la actualidad, parece tener derecho a la libre determinación.
Esta historia apareció originalmente en The Atlantic.