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¿Pagar por dormir? En España, algunos intentan hacer negocio con la siesta

En Londres, París, Bruselas, Tokio o Buenos Aires existen locales para dormir un poco tras una comida. Ahora el concepto de “siesta bar” llega a España, uno de los países que más la venera y practica. ¿Pagarán los españoles por dormir la siesta en cama ajena?
22 Oct 2017 – 10:48 AM EDT
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"Estoy en la gloria. Ya no me siento acalorado y la cama y las almohadas son muy cómodas. Empiezo a dormitar". Crédito: Santi Carneri

MADRID.- De camino a clase o al trabajo he dormido de pie en el Metro, el tren y el autobús. Me basta sentir el rugido del motor en un avión, barco o automóvil para entrar en coma profundo. Me he echado siestas memorables estirado en bancos de madera y metal. Soy más aficionado al césped de los parques, la playa y el sofá de la casa de mis padres, pero puedo dormir sobre el hormigón en la calle, encima de una moto o en una bañera si me dejan una almohada. Hay veces que cuando duermo, sueño que estoy durmiendo. Soy lo que la Real Academia Española define como un dormilón: “muy inclinado a dormir”.

Lo que pasa en España es que la siesta es casi, como la tortilla de patatas o el desempleo, un asunto de Estado. No sé si la siesta se inventó aquí, pero sí he visto practicarla con soltura y espontaneidad en toda su geografía. Por algo en el andaluz municipio de Lepe está prohibido hacer ruido durante las horas de la siesta o la prensa internacional se tomó a burla cuando el actual presidente español Mariano Rajoy alentó a desaparecer esas dos horas de descanso después de almorzar.

En España, la tradición siestera es alabada y cuestionada al mismo tiempo. Pero ¿qué dice la ciencia? Pues dice que echar una cabezadita de hasta 30 minutos después de comer es un jolgorio para el cuerpo y la mente.

La siesta reduce el estrés y la tensión arterial según un estudio del Allegheny College de Pensilvania (Estados Unidos). La Universidad de Berkeley asegura que fomenta la positividad, la concentración y facilita el aprendizaje. Además, la siesta estimula la creatividad y facilita la resolución de problemas según la Universidad de Georgetown y la Harvard Medical School. Hasta la NASA hizo una prueba con 747 pilotos que demostró que con una siesta diaria de 26 minutos, estos mejoraban sus reflejos y cometían un 34 por ciento menos de errores.

Por todo eso y por mi afición a pasar el día tirado me entusiasmé cuando periódicos españoles lanzaron titulares así: “La sorprendente idea de pagar por dormir la siesta llega a Madrid”, “El último `boom´ empresarial, pagar por dormir la siesta”, “¿Pagar por dormir la siesta en España?”, “Échate una cabezada y vete”, “Así funciona el primer local para hacer siestas”, “Abre en Madrid el primer establecimiento dedicado únicamente a dar este servicio”.

¡Qué interesante!, pensé. Es ideal. La tranquilidad y la comodidad que uno necesita para dormir después de comer en plena capital.

La propietaria del negocio, María Estrella Jorno de Inza, ha contado que tras visitar Japón y descubrir allí infinidad de locales de descanso y relax tipo “cápsula” se decidió a hacer algo parecido en España. “Nos pareció que España, que es el lugar de la siesta, debía tener uno”, dijo. Siesta&Go inauguró el 16 de mayo y ya ha recorrido los periódicos de medio mundo. La señora Jorno dice hasta haber recibido ofertas para convertir la idea en una franquicia.

Vinieron tantas preguntas a mi mente: ¿Pagar por dormir? Suena a pagar por respirar. ¿Estamos locos? Un momento, ¿no es eso lo que hacen los hoteles? ¿Qué robara aquí la gente si no hay toallas? ¿Te darán pijama? ¿Y si no consigo dormir me cobran igual? Todas estas cuestiones y muchas más que ya no recuerdo me quitaron el sueño durante días, así que decidí aventurarme y comprobar yo mismo sus cualidades.

Llegué al local con mucho sueño. Me había preparado concienzudamente antes de emprender camino a lo que la prensa española vende como “el primer siestódromo del país”.

La noche anterior dormí 7 horas, y después de un buen desayuno y una mañana de trabajo me comí tres costillas de vaca con un guiso de patatas, el almuerzo para ir llamando a Morfeo. ¿Y qué mejor momento para probar un lugar así?

Esa es la franja horaria a la que técnicamente podemos llamar siesta según la RAE, justo después de comer y con el sol en lo alto, y no eso que hacen algunos de despertar cuando ya oscureció o, como mi padre, echarse un rato después de desayunar. La RAE recoge también la definición de la siesta del carnero: “siesta que se duerme antes de la comida del mediodía”, acepción que salvaría a mi padre del oprobio.

A las 15.30 terminé con el postre y el café y tomé el tren para llegar a Nuevos Ministerios, en pleno corazón financiero de Madrid, a pasos del estadio Santiago Bernabeu. Lo que se dice coloquialmente una zona “pija” (chuchi, fresa, cheta, careta). Altas torres rodean la zona, cientos de tiendas y el gigantesco cartel del Corte Inglés con una chica vestida a la última como si fuera la diosa a la que todos los traseúntes de la plaza alabamos. Unas escaleras oscuras llevan a unos soportales que ocultan los cubos de basura, las discotecas que solo abren de noche los fines de semana, un par de restaurantes y también al negocio.

Me sorprendió ver un bar extendiendo sus mesas justo al lado de la puerta del lugar que presume de alojar a los que buscan paz para dormir. En la misma entrada del local del sueño tres jóvenes viajeros ingleses con una litrona de la muy española cerveza Mahou departían repanchigados en una hamaca y unas sillas de plástico.

Es jueves, agosto, y me recibe Irene Gutiérrez, encargada del local mientras la dueña está de vacaciones. Lleva un vestido rosado que parece un camisón, tiene el cabello teñido de rojo, alborotado como si se acabara de despertar, mucho colorete rosado en las mejillas y usa unas pantuflas negras. La indumentaria perfecta, creo yo, para recibir a gente que viene a dormir.

Pese a los guiris ruidosos de la entrada, ya tengo ganas de echar una cabezadita porque estoy en plena digestión. Me entusiasma la idea. Y también los tapones que me regala Irene en una bolsa hermética, los grandes cascos amarillos para usar maquinaria pesada que me presta, y que aíslan de tal manera que no dejan pasar ni el vuelo de una mosca, y unas zapatillas negras, de andar por casa, como las suyas.

La estantería donde almacenan los tapones tiene libros quizá reveladores: “Nuevo Management para Dummies”, “Ser jefe, para Dummies” y “Negociación para Dummies”. Les acompañan otros como: “El monje que vendió su Ferrari”, “Padre rico, padre pobre” y varios manuales de autoayuda. Solo un ejemplar de lomo negro trata de otra cosa que no sea dinero: “La revolución del sueño” de la controvertida Arianna Huffington, cofundadora del Huffington Post.

Una luz roja se enciende y se apaga en el teléfono fijo de la recepcionista-encargada en camisón.

- Tenemos el teléfono en silencio para que no moleste a los clientes.

Irene me informa que existen bonos de 300 minutos por 60 euros (70 dólares) y que si los uso, cada vez que entre, el reloj corre como en un párking y se me descuenta lo que use cada día.

Llevo mis zapatillas en la mano junto a los auriculares y los tapones, y las pantuflas en los pies. Desactivo el sonido del teléfono mientras Irene abre una puerta gris y pone el dedo índice en sus labios para que callemos.

Se revela una habitación muy oscura. Con literas de madera recubiertas con grises mosquiteras para la selva. A la izquierda hay cuatro camas, a la derecha otras cuatro, los baños y un estrecho pasillo de paredes negras con dos camas más en literas enfiladas. A estas alturas me siento un poco como en un barracón del Ejército y miro hacia atrás en busca de la salida. No huele mal pero tampoco hay ventilación fresca.

La Sala Negra, pues tiene techo, paredes y sábanas negras, está iluminada con tenues luces cenitales amarillas, por lamparitas que acompañan a cada cama y por las pantallas blancas de los ordenadores portátiles que tres personas utilizan en la oscuridad.

A las 16.30, Irene abre la puerta que separa lo que Siesta&Go llama “habitación privada” del resto del negro salón. Las finas maderas que forman las paredes de las siete “habitaciones privadas” no llegan hasta el techo y, por tanto queda medio metro sin cubrir por donde entra todo el ruido de la Sala Negra.

El espacio donde voy a intentar dormir es así: mide 6x6 pies de la talla 44, tiene un espejito a la altura de mi cara, una mesita de luz que sostiene una maceta con una planta falsa verde, dos lámparas, una de pie y otra tipo flexo sujeta al cabecero de la cama de 90 centímetros de largo. Las sábanas son grisis y las tres almohadas negras.

Las paredes son negras y hace CALOR. Es agosto en Madrid, pleno y árido verano, y aunque Irene me dijo que hay aire acondicionado, no siento ventilación natural ni artificial. No sé que hacer con la manta que me dio.

A las 16.35 estoy acostado en la cama mirando por última vez el teléfono, programo la alarma para que suene a las 16.55. El tiempo corre y quiero aprovecharlo durmiendo.

No me gusta usar tapones así que opto por los grandes protectores auditivos. Qué SILENCIO.

Son maravillosos, solo oigo mi latir.

Apago la luz y quedo panza arriba mirando el espacio entra la pared y el techo y cruzo los brazos tras mi cabeza. Estoy en la gloria. Ya no me siento acalorado y la cama y las almohadas son muy cómodas. Empiezo a dormitar. Estoy a gusto y pienso que si trabajara cerca vendría de vez en cuando a restituirme de esas noches en que uno no pega ojo por la ansiedad.

Antes de dormir decido quitarme los protectores de obra y escuchar durante unos segundos el ambiente: se abren y se cierran puertas. Suena constantemente el clic del ratón del ordenador de una chica que de vez en cuando estornuda. Es de Singapur y está buscando un billete de avión para salir de Madrid. Alguien abre y cierra una cremallera. Alguien tira de la cadena, alguien tose. Ruedan maletas sobre el suelo de parquet. Se escuchan pasos, susurros y un llavero en movimiento.

Imposible dormir sin aislarse. Vuelvo a colocarme el protector auditivo para maquinaria pesada que me dio Irene y como siempre que quiero dormir en serio, giro mi cuerpo hacia la izquierda en busca de la efectiva posición fetal.

Cuando estoy apunto de sonreír de placer, el enorme protector industrial se me clava en la mejilla y en la sien. Por orgullo aguanto un minuto de dolor, pensando que ya pasará y estaré cómodo. Cuento hasta 62, me rindo y vuelvo a la posición inicial, golpeo el flexo con la mano, y el susto me deja en una postura más o menos digna: panza arriba con los brazos hacia abajo. Me conformo y cierro los ojos.

Oigo la alarma. ¡He dormido 20 minutos y no he babeado! Creo que ha merecido la pena. Estoy listo para salir a la vida y darlo todo. Abandono la habitación y hago fotografías de la Sala Negra. A nadie parece molestarle el para mí atronador sonido de la cortina de la cámara reflex.

A las 17.00 golpeó la puerta del habitáculo de mi hermano. Me abre a oscuras y con los ojos aún cerrados. También ha logrado dormir, aunque igual que yo tuvo que ponerse la protección para maquinaria pesada en la cabeza.

¿Un negocio innovador o una pensión de las de toda la vida?

En la Sala Negra, la chica de Singapur sigue tecleando y clickeando sin parar. Conversamos sobre cómo ha llegado hasta aquí. Primero suave y luego a gritos, porque no entiende mi inglés. Se llama Wendy Pang, tiene 28 años y define su estadía como “suficiente”. Lleva dos días aquí. Le informo que eso es mucho más de lo que recomiendan los médicos y me responde que no ha venido a dormir la siesta sino que ha pernoctado aquí una noche y lo hará otra vez hasta tomar su vuelo a casa. Lleva un mes de viaje por distintas capitales europeas.

A su lado, en una larga y fina mesa negra pegada a la pared de la izquierda de la Sala Negra, con otro ordenador, está Sentado David Araya, un chileno de 28 años que lleva el récord de 8 días durmiendo en el local de las siestas y piensa estar 10. Vino a España para buscar información sobre universidades e inscribirse en un máster para el curso que viene.

“Lo encontré en Booking.com a 16 euros la noche (unos 19 dólares). Me sorprendió mucho el concepto aunque me confundió lo de la siesta. Estaba con susto porque no sabía si podría quedarme de noche”, dice David en susurros.

Thiago Wierman, brasileño, también ha llegado para quedarse una noche antes de tomar un vuelo a París. Otros dos jóvenes, uno turco y otro argentino están en el mismo plan mochilero y se van en dos días. Los ingleses que no paraban de hablar a gritos en la puerta entran por sus mochilas rompiendo el encanto de las conversaciones a bajo volumen y decido salir a la luz del día.

Siesta&Go figura entre los más recomendados hostales de Booking. Cuando lo visité una “habitación privada” figuraba a 40 euros la noche y una cama en una litera de la Sala Negra a 20 euros. Los comentarios destacan su ubicación por sobre todas las cosas y es que Nuevos Ministerios tiene conexión directa con el aeropuerto internacional de Madrid y toda la red de metro, tren y autobuses.

En agosto es el momento en que menos gente queda en la capital. Las empresas están casi todas cerradas por vacaciones o a medio gas y la zona de Nuevos Ministerios tiene más turistas y domingueros que los habituales ejecutivos snobs u oficinistas cabreados.

Durante mi visita a no vi a ninguno de los clientes típicos a los que las crónicas periodísticas y la dueña aludían como público objetivo: estresados hombres y mujeres de negocios, cansados trabajadores e incluso embarazadas que sucumben al calor del asfalto.

El ambiente que viví era más el de un hostal de mochileros que otra cosa, aunque gracias a los protectores auditivos, yo cumplí mi objetivo y tengo un nuevo sitio curioso para agregar a mi lista de lugares curiosos donde he dormido.

No se si la idea tendrá éxito en España, pero yo no cambio mi siesta en el sofá por nada.

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