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Coronavirus

Entre fallas de conexión y berrinches: así sobreviví la primera semana de aprendizaje virtual

Estoy segura de que no estoy sola. Y de que millones de padres se las ven peores. Pero valgan estas líneas como una pequeña muestra de lo que ocurre en muchos hogares tras bastidores de la webcam, ahora que comienza un año escolar como ningún otro.
1 Sep 2020 – 11:08 AM EDT
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Probablemente no soy la única madre que ha encontrado a su hijo de cabeza sobre la silla durante el aprendizaje virtual. Crédito: María Isabel Capiello

Casi no sé qué fue más estresante la semana pasada: la regreso a clases virtual de mis hijos, que pasaron a kindergarten y segundo grado.

Llevábamos semanas preparándonos logística y psicológicamente para estos días: nos las ingeniamos para conseguir los equipos (nuestro distrito no está en capacidad de proporcionarlos) y un lugar adecuado para crear una suerte de escuelita en casa.

Estamos entre los afortunados que tenemos esos dos ‘lujos’ - a la tecnología y suficiente espacio-. No es el caso del 6% de niños entre 3 y 18 años que en Estados Unidos que carecen de conexión a internet en casa según el Centro Nacional de Estadísticas de Educación.

El video de Now This is Politics que muestra a cinco hermanos hispanos compartiendo el internet de un móvil para hacer las clases virtuales apretujados en la mesa de la cocina, nos recuerda que somos muy, pero muy privilegiados. “No me alcanza para pagar internet. Esos 80, 100 dólares los necesito para otras cosas”, cuenta a ese medio su madre Anely Solis, quien tuvo que ingeniárselas para que el distrito de Los Ángeles al que asisten les proporcionara los equipos. Una muestra de las graves disparidades que acentúa esta pandemia.

Pero ni la mejor infraestructura, con cronómetros, pizarrón, posters educativos y demás ha podido blindarnos a nosotros de este caos orquestado que reina entre 7:45 am y 3:25 pm desde el 24 de agosto.

Esa imagen de dos sonrientes alumnos frente a su monitor y con sus audífonos puestos que compartí en mi cuenta de Facebook el primer día es, debo itirlo, una farsa. Detrás de este telón, se desarrolla una tragicomedia. Un exasperante ir y venir entre insistentes clamores por ayuda y una pequeña toddler de un año que deambula haciendo desastres y más de una vez irrumpe en llanto cuando a mis hijos les toca intervenir en las google meets.


Por ‘suerte’ no soy la única: las cámaras de los compañeritos de mis hijos transmiten escenas similares de desesperación y anarquía. Imposible para los padres esconder lo que ocurre tras bastidores de ese salón virtual. Imposible seguirle paso a la maestra que suelta rutas y enlaces y timers y canciones y claves y códigos y más claves, todos meticulosamente agrupados en carpetas del Google Classroom que, entre berrinches y deadlines, se han convertido en verdaderos laberintos. Ni con un título de postgrado logro ponerme al día con los recursos didácticos online de una escuela primaria. Simplemente es demasiado.

Nuestro distrito quiso hacer del aprendizaje virtual un espejo del día escolar: 8 horas continuas, con dos breves recesos a las mismas horas que el formato tradicional presencial y hasta los especiales de gimnasia o música incluidos y obligatorios. La mayoría del aprendizaje es sincronizado -como le llaman- lo que básicamente significa que los alumnos están conectados con la maestra y otros veintitantos alumnos en tiempo real (sí: una pantalla dividida en veintitantos cuadritos). Es una verdadera proeza lo que ellas hacen por impartir sus lecciones frente a jueces implacables -los padres-, mientras a la vez sirven de moderadoras de chat y a veces hasta de niñeras a distancia. Se han ganado todo mi respeto.

También hay momentos de aprendizaje 'asincronizado' como las lecciones de estudios sociales de mi kindergartener que debe aprenderse el saludo a la bandera mediante videos de YouTube.

Verlo frente al monitor con sus audífonos, de pie y su manito sobre su pecho es a la vez tierno y desgarrador. Esto no era lo que imaginamos para su primer día en la escuela de “niños grandes”. La ilusión de caminar por los pasillos como su hermano mayor le fue arrebatada por la pandemia.

Para mi hijo de segundo grado los retos no son menores. A esta edad aún no ha aprendido a tipear con velocidad o siquiera a deletrear correctamente algunas palabras lo que hace que me llame cada vez que tiene que escribir algo en el ordenador que, por cierto, a diferencia de mí, no sobrevivió la primera semana de clases: la pantalla de esa laptop usada simplemente dejó de funcionar, lo que implica que debo prestarle la mía a mi hijo y renunciar a la utopía a la que estaba condenado mi plan de escribir artículos mientras ellos aprendían independientemente y la bebé jugaba con algunos tacos en el piso. Ilusiones que jamás se iban a materializar de todas formas.

Al tercer día ya empezó a fallar la conexión de internet que siempre había sido relativamente estable en casa. A la red de conexión, como a mí, se le hace imposible manejar dos Google Meets, sesiones de Imagine Learning, y lecciones de Nearpod a la vez. Y pelear con una pantalla congelada es una batalla perdida de entrada. Se nos va la vida reiniciando equipos.

Por lo menos, en nuestro caso no ha habido problemas generalizados de conectividad como los que enturbiaron el regreso a clases en el distrito de Miami Dade en Florida donde los alumnos ni siquiera se pudieron conectar de inmediato con éxito en su primer día.

Todos contra uno

A diferencia de muchos padres, como periodista freelance tengo al menos la opción de trabajar sin horario fijo. Pero aun así estoy sola en casa con mis tres hijos y, por más que intento multiplicarme, me quedo corta. Muy corta.

No quiero ni pensar en cómo hacen los más de 23 millones de madres que trabajan a tiempo completo en Estados Unidos, sea o no desde casa. Sé de muchas delegaron la supervisión del online learning a guarderías que ahora ofrecen programas de apoyo a la educación virtual de los niños escolares. Pero claro: ese servicio hay que poder pagarlo (aunque, hay que decirlo, algunos distritos, como el mío, ofrecen algún tipo de solución para esos casos).

Cada quien se las ingenia lo mejor que puede. Cuando me toca dormir a la pequeña de un año para su siesta o recoger o cocinar o enviar algún correo electrónico urgente, intento supervisar a los otros dos con un monitor de bebé que ahora me sirve de espía.

Por esa diminuta pantalla he visto al pequeño de cinco ponerse literalmente de cabeza sobre su silla o convertir sus colores en flechas mientras la maestra se desvive por captar la atención de casi 60 ojitos igual de distraídos. En cualquier rato me toparé con una escena similar a la que presenció la madre Cinamon Contreras al ver a su hijo de 6 años con la cabeza atascada en la silla en su segundo día de aprendizaje virtual. Tuvieron que llamar a los bomberos para poder sacarlo.

“Creo que podemos decir que prefiere meter la cabeza en la silla que ver otro video educacional”, cuenta ella en un post compartido en Facebook por Positivity in Life.

Cada vez que me distraigo, mi kindergartener se acerca al escritorio de su hermano -estratégicamente separado-, quien también se impacienta preguntando a cada rato cuántas horas más nos faltan. Más de una vez ambos se han marchado al baño sin intenciones de volver. No los culpo: lo hacen lo mejor que pueden. Y me conforta que ninguno se haya quejado oficialmente todavía (algo que no puedo decir de mí misma).

Gracias a Dios, no me pasado como a esa madre de Georgia que compartió la foto de su hijo de 5 años llorando de frustración en su primer día de clases virtuales en un post que también se hizo viral.


Sí me identifico plenamente con el sentimiento de un padre que compartió dos fotos que reflejan el choque entre nuestras expectativas de padres ilusos y la cruda realidad:


Lo bueno es que por algún motivo que no entiendo, pero que en cierta medida agradezco, mis varones insisten en que prefieren aprender desde casa. Igual -al día de hoy- no tienen otra opción. El regreso a clases en nuestra zona es 100% virtual durante las primeras semanas, pero me encanta que crean que es su decisión.

En casa hemos asumido el distanciamiento social de forma bastante estricta por razones que no vienen al caso y creo que estos meses de encierro cada vez echan menos en falta salir -lo que no necesariamente es positivo-.

¿Estoy criando ermitaños? ¿Está pasando factura todo esto a su salud mental? ¿No están ahora acaso demasiado tiempo frente a una pantalla? Preguntas todas que me quitan el sueño y que palidecen ante las angustias de quienes han perdido a seres queridos o su techo por la pandemia. Es pecado quejarse, me repito.

Tengo amigas con hijos únicos a las que les preocupa mucho la falta de socialización y la posibilidad de que la soledad los sumerja en una depresión. Otras que, ante las exigencias del distrito, optaron por el homeschool (acatar su propio currículo en casa, algo que está permitido en el estado de Texas y que da mayor flexibilidad).

Maja mi vecina, asilada de Siria y madre de dos varones, cuenta los minutos para que sus hijos puedan regresar a un formato presencial. “Simplemente no puedo. No hablo inglés y es imposible ayudarlos. Ha sido una pesadilla”, ite. El idioma o el dominio de la tecnología son barreras para muchos padres como ella en estas circunstancias.

Yo en mi optimismo masoquista quiero creer saldremos triunfantes de esto. Que estas escenas desquiciantes serán recuerdos que atesoraremos en un futuro. “Nunca más compartiremos tanto tiempo juntos”, me digo como un mantra en momentos donde lo que me provoca es tirar la toalla y regalarles (¿regalarnos?) un año escolar sabático.

Esta pandemia nos ha impuesto a los padres dilemas absurdos y misiones imposibles. Sortear las clases virtuales es el más apremiante, pero posiblemente el día de mañana nos toque otro aun mayor: afrontar sus consecuencias.

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