“Uno debe tener paciencia, cariño y respeto por la persona que cuida”
Días de poca claridad
Aleida Barragán cuida desde hace seis años a Benito, su papá, y ya había cuidado anteriormente a su mamá, hasta que falleció de un cáncer terminal. “Mi papá primero tuvo cánceres de distintos tipos: de próstata, en el intestino. Ahora, desde hace unos tres años, tiene alzheimer. Su salud decayó mucho cuando murió mi mamá. Es natural, tenían 65 años juntos”, dice Barragán, cubana de nacimiento, que vive en Estados Unidos desde 1970.
Agradece que su papá no se ha puesto agresivo, ni deambula fuera de su casa, algo que le han advertido que viene con el alzheimer. Pero dice que aún así cuidarlo es agotador.
“Hay días que amanece claro, pero hay días en que no da pie ni bola, como decimos nosotros. Es muy duro porque no te entienden y entonces tú te frustras. Crees que todavía son la persona que conociste pero ya no lo son. Los viejitos con alzheimer o con cualquier otra enfermedad similar ya no son ellos mismos y entonces sufre el familiar porque no lo entiende. Es difícil y yo llevo tres años nada más. No sé cómo lo voy a seguir”.
Barragán tomó un taller para saber cómo manejar el estrés que viene con su nuevo rol. “Aprendí que uno no puede repetirle las cosas una y otra vez, no puede discutir con ellos, sino hay que seguirles la corriente. Por mucho que tú le digas no hagan algo, lo siguen haciendo. También he aprendido a relajarme y salir al balcón con mi tacita de café y pensar en que estoy en la playa más linda del mundo con un libro divino, leyendo. Diez minutos después estoy mejor”.
No poder agarrarse de la mano
Alicia Weber cuida a una hermana que tiene alzheimer, después de haberse ocupado por 11 años de su esposo, que falleció después de sufrir la misma enfermedad. Ella es venezolana y su esposo, Robert A. Weber, era un “gringo, gringo”, de la Infantería de Marina.
Lo conoció mientras ella trabajaba en una agencia de viajes, de la que él había conseguido la dirección en la guía telefónica. “Una vez que se sentó en esa silla, no se fue nunca más”, recuerda riéndose.
A su esposo le comenzó el alzheimer a los 71 años, un proceso que se aceleró después de una contusión en la cabeza por un choque automovilístico, según le dijeron los doctores en su momento.
“Siempre hablábamos de cuando fuéramos viejitos y camináramos agarrados de la mano, pero lamentablemente no nos alcanzó el tiempo. Anoche estaba viendo unas fotografías suyas y era un hombre bello, alto, un Marine. Es difícil, que un hombre como él se haya desaparecido en esa forma. Es muy triste”, dice Weber.
Ahora ella dejó su apartamento y se mudó a la casa de su hermana, para ayudarla a cuidar junto a sus sobrinas. Aunque sufre de dolores de espalda y tiene una artrosis en la rodilla que no le permite caminar muy rápido con su andadera, cada noche se sienta en una mesita en el cuarto de la televisión a darle la comida a cucharadas. “¿Qué le puede decir uno a alguien que está empezando a cuidar a un familiar enfermo? Que uno debe tener paciencia, cariño y respeto por la persona que cuida”, añade.
Los recovecos de la mente
Nereida González cuida a su esposo, al que diagnosticaron con parkinson hace siete años y también tiene demencia. “Su parkinson no es de temblar, es de rigidez. Ahora ha perdido también la memoria a corto plazo, un 80%, aunque la memoria a largo plazo la mantiene”, dice González, que nació en Cuba y reside en Florida.
Es raro que González duerma por las noches, su esposo suele despertarla varias veces porque está incómodo. “Necesita que lo gire a la derecha, a la izquierda, que lo cambie de posición, o que lo ayude de otras maneras. Tengo que cambiar la cama hasta tres veces en la madrugada porque se orina”, narra. Dos noches a la semana duerme en otra habitación, lo que le permite reponerse un poco, gracias a que su hijo y su nuera le pagan a un familiar para que le haga el relevo.
El esposo de González, un PHD en veterinaria, tuvo que trabajar un tiempo en 2002 en un laboratorio sacrificando animales, algo que, según los psiquiatras, pudo haber acelerado su demencia. “Según nos explicaron sufrió un choque entre la conciencia y el subconsciente, porque después de que había estudiado para salvar animales, tuvo que empezar a matarlos”, recuerda.
Después de eso su esposo empezó a tener delirios de persecusión y todavía hoy se asusta si ve un policía. En un momento creyó que los vecinos eran agentes encubiertos, e incluso llegó a tratar de suicidarse. “Pero lo peor es el parkinson”, dice González. “Ayer no puedo caminar porque se le frizan las piernas. Se me cae”.
González acude a un grupo de apoyo todas las semanas desde hace casi un año, gracias al cual dice sentirse más feliz. “No es fácil. A veces yo le gritaba, pero en el grupo me han enseñado a liberar estrés, a respirar. Mi esposo y yo tenemos 40 y tantos años de casados y yo a veces lo veo y digo ‘este no es el hombre con el que me casé’, ‘este no es el hombre del cual me enamoré’, ‘este no es el hombre’”.
Ella dice que lo primero que se debe hacer si se está cuidando a alguien es aprender a entender la enfermedad, para poder manejar mejor la situación. “También piense que no está solo, que hoy muchas personas que están igual”, agrega.
Cuando el enfermo se va
Filiberto Rodríguez se retiró en el año 2000 de su trabajo para cuidar de su esposa, quien tenía una enfermedad del corazón. Tenía en ese entonces 62 años.
“Ella era muy activa y le gustaban mucho las plantas, pero a medida que pasaban los años me decía que ya no podía hacer lo que le gustaba y poco a poco fue empezando a tener más limitaciones. Yo la tenía que bañar, le tenía que preparar las cosas. Tuve que aprender a cocinar, a limpiar. Estaba muy perdido”, dice.
En esa época los visitaban con frecuencia sus dos nietos: Michael y Reinaldo José, cuya madre tenía una diabetes severa. Pero hace cinco años ambas mujeres murieron repentinamente, con tres semanas de diferencia, y desde entonces se encarga de cuidar a sus nietos, en las horas en las que no van al colegio, mientras su hijo trabaja hasta entradas horas de la noche. Fueron justamente las trabajadoras sociales que lo estaban asesorando cuando su esposa estuvo enferma las que lo ayudaron en su duelo y a emprender su nueva vida. “Ojalá que no le suceda nunca que la persona que tiene al lado desaparezca y usted no sabe hacer nada. Fueron días muy tristes, pero después comenzamos de nuevo”, agrega.
Rodríguez dice que aboca la mayor parte de su poco tiempo libre a la iglesia, donde es el encargado de las lecturas en la misma parroquia donde comenzó a ir con su esposa en 1976, después de llegar de su Cuba natal.
Está bien de salud, aunque le duelen las piernas, la rodilla, la columna y el hombro, “todos males de los que se puede sobrevivir”, señala. Agrega con nostalgia: “fuimos un matrimonio 48 años. Nos conocimos en el mismo pueblo. Siempre me gustó desde niña. Me enamoré de ella y, aunque conocí otras muchachas ella siempre fue la mía. Creí que envejeceríamos juntos. Desgraciadamente le tocó a ella irse antes”.
El encuentro
Los cuatro entrevistados han sido asistidos de una manera u otra por la organización sin fines de lucro United Homecare, en Miami, y Guadalupe Rodríguez, una trabajadora social que facilita un grupo de apoyo que se reúne todos los viernes de 10:00 a 12:00 am y está dirigido a aquellos que cuidan a un familiar enfermo que tenga 60 años o más.
“Es un grupo donde pueden compartir los retos que tienen, los sinsabores y también darse mutuamente apoyo. Es muy común entre los cuidadores decir ‘me siento atrapado’. Aquí les recordamos que son libres y en su libertad han decidido cuidar a alguien que aman. Los estimulamos, le damos validación a ese trabajo titánico que hacen”, señaló Rodríguez, quien insiste en que aquellos que cuidan a un familiar deben también cuidarse a sí mismos y buscar ayuda. Agrega: “A veces dicen que no saben si lo hacen bien y uno les dice: claro que lo haces bien, media hora en la que se te acabó la paciencia no quiere decir que lo estás haciendo mal, solo significa que estás agotado”.