De cómo Veracruz se convirtió en el lugar más peligroso de América para los periodistas
VERACRUZ, México.- Hay un estado en México donde los periodistas están más preocupados por sobrevivir que por informar y donde la fama no suele lograrse a base de reportajes ni acostumbra a alcanzarse en vida. Pero en ese cementerio de reporteros llamado Veracruz hay una redacción que se resiste a perder el idealismo. O, al menos, las formas.
Su amor por la profesión se reivindica desde la entrada, con el sofá estampado con portadas de periódicos y sus paredes blancas llenas de frases en azul y ocre.
“Aunque sufra como un perro no hay mejor oficio que el periodismo”
Y:
“Todo periodista es tributario del maligno”
Y, más abajo:
“No comprendo como una mano inocente puede tocar un periódico sin un estremecimiento de disgusto”
Es octubre de 2015 y, sentada en ese pequeño sofá en la agencia de noticias Quadratín de Xalapa, espero a Gina Domínguez Colío. Periodista. Locutora. Empresaria. Dueña de esa filial, de una televisión y de un consorcio de radios. Presidenta de una fundación política. Pero, sobre todo, vocera del exgobernador Javier Duarte cuando Veracruz ganó fama mundial por el asesinato de sus reporteros y ella un apodo, “Madame Mordaza”.
No sé cómo es Gina. Tampoco cómo es su tono de voz. Todo el proceso para solicitar la entrevista ha sido a través de su secretaria. Mi única referencia es su foto de Twitter: una imagen en blanco y negro donde Gina usa gafas de sol, melena y maquillaje impecables, traje oscuro, perlas en muñeca, cuello y orejas y donde se la ve responder, seria, una llamada de celular. Es una imagen inquietante, extraña para una periodista.
Pero de este modo –distante y hasta agresivo- era cómo la percibía buena parte del gremio veracruzano desde 2010 y hasta febrero de 2014, cuando Gina era la persona que daba la cara por Duarte, uno de los políticos más controvertidos de México. El mismo que acabó abandonando el cargo asediado por la justicia y, luego, se fugó.
Aunque Gina hizo buena parte de su carrera como reportera, en su época como portavoz y directora de Comunicación de Veracruz, la prensa recibía sus llamadas con incomodidad y miedo. A escondidas, sus excolegas la llamaban “La Gobernadora”, “La Jefa”, pero sobre todo “Madame”, “Madame Mordaza”.
Dueños de periódicos han denunciado que una llamada que tuviera la voz de Gina al otro lado del teléfono podía significar muy pocas cosas en esa época. Por ejemplo, un despido sugerido de periodistas molestos bajo la amenaza –probablemente cierta– de que el gobierno les cortase la publicidad. O tener que escuchar sus comentarios –como si fuera la editora en jefe de toda la prensa del estado– sobre el mejor modo de publicar ciertas notas sobre muertos y decapitados. O, en otras ocasiones, tragar saliva cuando trataba de generar líneas de opinión sobre el asesinato de colegas reporteros con señalamientos sobre su vida personal o sus supuestos vínculos con el narcotráfico.
Una chica entra a la sala de espera y me dice que la señora Gina saldrá en unos minutos. Mientras anoto las citas de la pared y trato de entender qué querrían decir Jean de la Fontaine o Baudelaire con ellas, Gina sale acelerada de uno de los estudios de radio del fondo de la sala.
No llegará a 1,50 de altura ni tampoco a los 50 años. Tiene una media melena teñida de rojo, la nariz chata, los ojos saltones y, aunque viene maquillada como para salir en TV, viste camisa y jeans.
Gina me saluda con efusión y en lo que nos acomodamos de lado y lado en la gran mesa de su despacho –una sala amplia con muebles de diseño y ventanales por donde entra tanto la luz potente como el barullo de Xalapa– le confieso que hay frases de sus paredes que nunca había escuchado.
Un chico entra y deja dos cafés en la mesa de cristal. También, discretamente, una grabadora negra encendida junto a la taza de Gina.
–La verdad es que primero lo vimos un poco con un sentido decorativo –dice–, pero después, con la chica que trabaja conmigo aquí en diseño, le dije: “Pues realmente hay que poner frases que digan lo que queremos hacer aquí”.
–¿Y cuál te gusta más?
Gina tiene una voz cálida, segura, radiofónica.
–Una que dice que para ser periodista se necesita antes que nada ser buena persona.
***
Según Reporteros Sin Fronteras (RSF), desde que Javier Duarte asumió el poder en diciembre de 2010 y hasta el fin de su mandato en diciembre de 2016, 17 periodistas fueron asesinados en Veracruz y otros tres estaban desaparecidos. Esto es casi seis veces más que en el sexenio anterior. Y sólo uno menos que los reporteros asesinados en 2012 en Siria.
Todo se detonó, coinciden muchos, una madrugada de verano, cuando uno de los periodistas más respetados del Puerto de Veracruz fue acribillado a balazos en su casa.
Miguel Ángel López Velasco ‘Milo Vela’ era un tipo corpulento, de pelo afilado gris, apariencia seria pero sonrisa pícara. Más de veinte años en el oficio, la mayoría dedicados a perseguir de noche la nota roja, lo llevaron a la subdirección del periódico más leído de la ciudad y más crítico con el gobierno, Notiver. Era uno de sus columnistas estrella y autor de un libro sobre el narcotráfico titulado 'Todos están adentro'. Pero la carrera de ‘Milo’ acabó abruptamente en su plenitud, a los 55 años.
Fue el 20 de junio de 2011.
Hacia las cinco de la madrugada, mientras dormía, un comando entró a su casa, fue hasta su habitación y le mató a tiros junto a su esposa Agustina. En el otro cuarto, los sicarios también asesinaron a Misael, su hijo menor, de 21 años, que empezaba a seguirle los pasos como fotógrafo policíaco en Notiver. No quedó ni un testigo, sólo paredes ensangrentadas.
Días antes de ese crimen, las autoridades habían encontrado una fosa común con el cuerpo de otro periodista, Noel López Olguín, que llevaba tres meses desaparecido. Nadie lo dimensionó entonces. Pero, con el triple asesinato posterior, el mensaje se entendía a la perfección. Si se podía con ‘Milo’, se podía con todos.
Y el aviso se cumplió.
El crimen se empezó a repetir con distintos nombres, espacios y circunstancias: Yolanda Ordaz apareció decapitada en una calle del centro del Puerto; a Regina Martínez la estrangularon en el baño de su casa en Xalapa; Guillermo Luna, Esteban Rodríguez y Gabriel Huge ‘El Mariachi’ fueron hallados desmembrados en un canal de aguas negras y Víctor ‘El Chino’ Báez, dentro de una bolsa a una cuadra del Palacio de Gobierno de Veracruz, donde despachaba el gobernador Duarte.
Seis muertos en sólo un año.
Nadie pudo sustraerse. Veracruz se convirtió a partir del 2011 en un campo minado para los periodistas y –en plena ofensiva militar contra el narco– México, en uno de los lugares más peligrosos para ejercer el ‘mejor oficio’ del mundo, compitiendo con países en guerra. RSF considera Veracruz, simplemente, como “el lugar más peligroso del continente americano para los medios de comunicación”.
Pero antes de que los asesinatos fueran habituales, el mundo parecía manejable. ‘Milo’, incluso, se enfurecía con los reporteros que firmaban textos con descripciones pormenorizadas de las matanzas entre cárteles o sobre los operativos castrenses.
–¿Qué es lo que no entiendes? –rugía– ¡Esto es una guerra, aquí se trata de sobrevivir!
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Por siglos, Veracruz no fue tierra de sobrevivencia, sino de vida.
De los límites de su estado sobresale el pico más alto de México, el Orizaba (5,636 metros), y a sólo unos doscientos kilómetros de su capital, entre la selva, nacen ríos y cascadas tan altas como las del Niágara. La generosidad geográfica de este estado pasa por la sierra y su bosque de niebla, sigue por la sabana y las lagunas huastecas hasta desembocar en sus casi 1,000 km de costa. “Sólo Veracruz es bello”, dice el refrán. Aquí nacieron la civilización olmeca y la vainilla, que los colonizadores españoles llevaron luego por todo el mundo.
La vitalidad rebosante en su naturaleza es también la de su gente. Si en Brasil, el mejor carnaval es el de Río de Janeiro y en Colombia, el de Barranquilla, en México, sin duda es el del Puerto de Veracruz. La ‘Habana mexicana’ –donde los españoles fundaron su primera ciudad de la América continental– está bañada por el Golfo de México pero tiene sabor caribeño. Y no sólo por su calor. En su malecón y las cantinas del Puerto se vive al ritmo de salsa y de bandas de son jarocho y, al atardecer, las parejas se reúnen para bailar danzón en plazas rodeadas de palmeras.
Celia Cruz estuvo en el Puerto varias veces y le cantó con pasión la canción compuesta por Agustín Lara:
Veracruz, rinconcito donde hacen su nido las olas del mar,
Veracruz, pedacito de patria que sabe sufrir y cantar.
Veracruz, son tus noches diluvio de estrellas
Palmera y mujer
Veracruz, vibra en mi ser
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¿En qué momento se jodió Veracruz? Es la pregunta vargasllosiana –difícil– que muchos mexicanos se hacen y que cifras y analistas fechan entre 2010 y 2011, cuando el país vivía los peores años de la ‘guerra’ contra el narcotráfico del expresidente Felipe Calderón, del PAN. Pero también cuando el partido que gobernó el país durante más de 70 años, el PRI, presumía de su renovación y soñaba con volver a la Presidencia. Si en algún momento se jodió Veracruz fue con una de esas caras nuevas: la del gobernador Javier Duarte.
Desde que este político de voz, peso y ambiciones excesivas tomó posesión en 2010, Veracruz se proyectó al mundo con cuatro ediciones del festival internacional para la libertad de expresión 'Hay Festival', unos Juegos Centroamericanos y del Caribe y una Cumbre Iberoamericana en medio de más de 8,000 homicidios –casi cuatro al día– y más de 600 desaparecidos –casi uno cada tres días– reconocidos oficialmente.
El auge de la violencia, sobre todo contra periodistas, persiguió a Duarte a lo largo del sexenio, pero su condena terminó siendo otra. A dos meses de dejar el cargo, el saqueo a las arcas públicas veracruzanas era tan descarado y las acusaciones de lavado de dinero y delincuencia organizada en su contra eran tan contundentes que el partido de Enrique Peña Nieto lo suspendió de militancia. Lo dejó a su suerte. Duarte pasó a ser, oficialmente, un apestado. Y aunque perjuró que era inocente en octubre de 2016 renunció. Dijo que lo hacía para defenderse. Pero, en vez de eso, se esfumó. México quedó atónito y Veracruz, sin dinero. No había ni siquiera para el alumbrado o la recolección de basura de varios municipios.
Aunque su ficha de búsqueda y captura por 190 países de la Interpol no lo especifique, estas son parte de sus credenciales:
Duarte estudió para abogado y se doctoró en economía en Madrid pero, como tantos veracruzanos que crecieron en este rico feudo del PRI, soñaba con ser político. No era un tipo brillante ni carismático. Su sobrepeso y su voz exageradamente aguda y nasal le valieron burlas a lo largo de su vida y trazaron en él un carácter inseguro, visceral y, a veces, irascible. La muerte prematura de su papá en el terremoto de 1985 también le marcó profundamente. Tenía apenas 12 años cuando quedó huérfano. Pero, con el tiempo, ganaría otro padre que cambiaría su suerte. Fidel Herrera, un viejo lobo del PRI, lo arropó como su protegido. Duarte lo ayudó en varios cargos y, cuando Herrera se convirtió en gobernador de Veracruz (2004-2010), lo secundó también como su ministro de Finanzas. En ese tiempo, Herrera fue incluido en la lista de los 10 mexicanos más corruptos de la revista Forbes. Al nombrar a Duarte como su delfín en 2010, el ahora cuestionado cónsul en Barcelona le recompensaba su fidelidad y, quizás, le cobraba también su silencio.
Antes de eso, cuando Duarte era ministro y un político casi desconocido en México, le entrevistaron en la radio y le preguntaron con qué personaje de la historia se identificaba. El veracruzano no lo pensó mucho. Con su voz gangosa resonando por las ondas respondió que se identificaba con un personaje “muy polémico”. Un hombre de “ideas muy firmes”. Justamente –“y te vas a reír”, le dijo al periodista:
–Hay un hombre de la historia que es considerado como un villano para muchos, para otros no, que es el generalísimo Francisco Franco, que tenía mi mismo timbre de voz.
De todos los personajes con los que se podía identificar, Duarte, un apasionado de España y experto en declaraciones torpes, eligió a un dictador.
Consciente de la delicada elección, quiso matizar:
–No estoy muy acorde de su ideología –dijo, y después de subir el tono, de repente, titubeó–. Creo que la dictadura no es la manera de poder llevar a un país a un buen lugar. Sin embargo, creo que su fortaleza, su entusiasmo, su energía es una parte importante a resaltar en él.
Duarte asumió el cargo de gobernador exultante. El protegido de Herrera se convirtió con sólo 37 años en el jefe del tercer estado más poblado de México, bastión indiscutible del PRI durante 88 años, semillero de votos para las elecciones presidenciales, dueño del mayor puerto comercial y de buena parte de las reservas petroleras del país.
Ya montado en el poder, crecido, el hijo quiso desmarcarse del padre. Y con la ruptura con Fidel Herrera “empezó una completa ingobernabilidad en Veracruz, porque Duarte no supo hacer pactos con los caciques”, políticos locales, empresarios, lugartenientes, que durante años ejercieron su poder en el estado, explica Jorge Rebolledo, investigador en temas de seguridad y política del Colegio de Veracruz.
Con dos grandes hoyuelos grabados en sus carnosos cachetes a cada una de sus exageradas carcajadas, Duarte tiene aspecto de bonachón. Pero, en varias ocasiones, la que mostró fue otra cara. Como cuando en junio de 2015 pidió a los periodistas que se portaran bien porque su gobierno iba a hacer caer “muchas manzanas podridas” o cuando, cuatro meses después, una señora se le acercó en un acto en la calle reclamándole, desesperada, que hiciera algo para encontrar a su hija desaparecida desde hacía tres años. El gobernador, acompañado de su séquito, avanzaba sin mirarla mientras se le dibujaba una sonrisa en los labios y se le levantaban sus cachetes. La señora le perseguía y le seguía gritando: “¡Aquí está su pueblo mágico, donde nos desaparecen a nuestros hijos y usted como si nada!”. Duarte, sin dejar de caminar, dijo que la estaba escuchando. Pero nunca se paró a atender a la señora, y siguió su camino, sonriendo.
***
Al gobernador le incomodaban las críticas, reconoce Gina. Le molestaba leer constantemente en los periódicos noticias de balaceras, muertos y desaparecidos. Duarte quería que Veracruz se proyectara como una tierra próspera y de paz, donde el peor crimen que ocurría era el robo de jugos y pastelitos – Frutsis y Pingüinos, dijo una vez- en tiendas 24 horas.
Para eso estaba su vocera y el presupuesto estatal.
En su amplio despacho blanco, la grabadora negra al lado del café de Gina sigue registrando nuestra conversación aunque, ahora, la periodista, empresaria y exvocera gubernamental atiende una llamada.
Afuera, en las calles de Xalapa, nada parece anticipar la huida bochornosa de Duarte. Como cada día, repartidores regalan periódicos gratuitos donde el gobernador aparece como un héroe y, en los quioscos, la mayoría de cabeceras son sospechosamente oficialistas. Inevitable no pensar en ese “no pago para que me peguen” que pronunció el expresidente mexicano José López Portillo en 1981, resumiendo la relación que durante décadas tuvo el PRI con la prensa, y viceversa.
Gina cuelga el teléfono. Y cuando le pregunto si el gobierno de Veracruz pagó ese famoso “chayote” (soborno) para tener aplacados a periodistas y medios, usa tres palabras: "Jamás, jamás, jamás".
Y se explica: El gobierno de Veracruz no sólo fue justo al dar contratos de publicidad “equitativos” para la sobrevivencia de los medios. Además, fue solidario con la “vulnerabilidad” laboral de los reporteros en el estado. Siendo vocera y coordinadora de Comunicación Social, asegura Gina, llegaban a ella periodistas que le decían: “No, es que se me acaba de morir mi mamá” o “Mi hermana está en el hospital” o “Tengo esta necesidad económica”. Acudían al gobierno, dice, para “temas urgentes”.
--- Si van y te dicen que la mamá está en el hospital o se le acaba de morir, pues, ¡no que les digas que no!
Gina hace una pausa dramática.
-- Pero de ahí a que hubiese el chayote como una política de toma, te doy para que apoyes, para que ocultes, para que hables bien del gobernador y, si no lo haces, pues olvídate de ello… --vuelve a tomar aire--... no.
Jamás, jamás, jamás.
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Dos camionetas frenan en seco en el principal bulevar de Boca del Río, el municipio comercial al lado del Puerto de Veracruz. Son las cinco de la tarde de un martes, septiembre de 2011. Los dos conductores bajan rápido, abren las puertas traseras de los vehículos y dejan caer, uno tras otro, 35 cuerpos: 23 hombres y 12 mujeres semidesnudos, atados de manos y pies. En la espalda tienen rotulado: “Por Z”. A unos metros del bulevar, todo está listo para que los fiscales de los 32 estados de México celebren su cumbre anual. Pero aquí, por si quedaba alguna duda, manda el narco.
Veracruz, vecino de tres estados fronterizos ---Tamaulipas con Estados Unidos y Chiapas y Tabasco con Centroamérica--- y con un puerto gigantesco frente a la costa estadounidense, fue siempre un corredor estratégico para el tráfico de drogas, armas y personas. Pero nunca tuvo brotes fuertes de violencia como los que padeció, por ejemplo, Tamaulipas, uno de los estados más sangrientos de México.
Fidel Herrera, de hecho, se negó a que las fuerzas federales de Felipe Calderón entraran al estado para combatir al narco. Veracruz era, entonces, el reino de Los Zetas.
Pero las cosas cambiaron con Duarte.
Al poco de asumir el poder, el joven gobernador pidió la intervención gubernamental, y ya con los policías y marinos de Calderón cazando zetas, empezó una guerra sangrienta en el estado. Comenzó a tomar fuerza una escisión del grupo de Joaquín “El Chapo” Guzmán: ‘Los Matazetas’. Y Veracruz, en esa época, empezó a ser tierra de balaceras, descuartizados y desaparecidos.
Rebautizados como Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), ‘Los Matazetas’ no dejaron de crecer y en 2016, con varios policías en sus filas, eran el principal grupo criminal de Veracruz y uno de los más poderosos de México. Su carta de presentación: los 35 cadáveres lanzados de las camionetas en Boca del Río.
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El taxi. Suena a todo volumen El taxi. Y, con su gorra al revés, Rafa, un veracruzano pequeño y robusto de unos 40 años, toma un trago, deja la mirada perdida y da pequeños golpes a la mesa metálica del local. Mientras, sus dos amigos, reporteros como él, se esfuerzan para mantenerse en pie y balbucean con los otros siete clientes del bar eso de Cho cho cho fer pare el taxi o, más bien, algo como yo yo yo me paré el taxi.
Es una noche cálida de viernes y estamos en el Sugar, un local diminuto de luces rojas y paredes de papel estampado al que uno va a emborracharse barato en las afueras del estadio de fútbol de los Tiburones, en el Puerto de Veracruz.
Y Rafa no parece muy hablador. Es un sobreviviente, y muchas veces prefiere no recordar. Pero cerca de la medianoche, al calor de unas cuantas copas, dirá que sí, que sí quiere contar lo que hace. O, más bien, lo que ha hecho por años: ser fotoreportero de nota roja. Pero no ahora, ahora no. Héctor Lavoe se adelanta. Y como buen salsero del puerto, Rafa me toma del brazo, me baila y no me suelta. Me dice que mejor hablemos luego.
Será hasta el día siguiente en la mañana.
--- ¿No sabes qué es tablear?
El reloj marca las 10 y Veracruz es ya un bochorno tropical. Rafa abre los ojos, sorprendido. Nos lleva a Pedro –el fotógrafo y a mi por todo el Puerto en su carro azul destartalado. Después de la bailada del Sugar, tiene que ponerse al día con algunas diligencias. Y con el desayuno aún a medio cuello, se dispone a explicar el método de tortura “light” que usan Los Zetas cuando quieren castigar a alguien. Con una tabla robusta de madera -narra- golpean el cuerpo de la persona hasta que consideran que ya aprendió la lección.
Una vez, a Rafa, le tocó ir a una reunión de reporteros con Zetas. Un periodista que no siguió las normas fue tableado delante de todos. En círculo y sin abrir la boca, los periodistas veían cómo los narcos golpeaban una y otra vez a su compañero, que gritaba, pedía clemencia y prometía portarse bien. A Rafa aún le tiembla la voz recordando esa escena.
Ni por asomo imaginaba que le tocaría pasar por esto cuando entró a estudiar Comunicación. Recién licenciado, se metió a la sección de sucesos porque le gustaba “el movimiento”, cuenta mientras divide su atención entre el retrovisor, el celular, el cambio de marchas y la charla. Pero los golpeados, atropellados o muertos que protagonizaban sus primeras notas por accidentes o riñas pasaron a ser, en cuestión de unos años y casi sin darse cuenta, cuerpos desmembrados y descabezados. Marca registrada del crimen organizado.
Los reporteros policíacos se vieron empujados a la primera línea de una guerra que no era suya. Dejaron de ser una sección en las páginas interiores de los periódicos para llenar portadas casi a diario.
Rafa gira bruscamente y se para a buscar unos documentos en una oficina cerca del aeropuerto.
“Ahí cambió todo”, dice al volver, otra vez al volante.
Los periodistas entraron involuntariamente en la lógica de la guerra y sus textos y fotos empezaron a ser un arma. Una herramienta de propaganda que podía mostrar a todo el mundo el poder de un cártel o, al revés, a exhibir muertos que no convenían: “Aquí no te puedes fiar de nada ni de nadie”.
El periodismo de nota roja empezó a convertirse en un tentáculo de los cárteles. Zetas y CJNG empezaron a elegir a un reportero como “vocero”. Y, ya en su nómina, este periodista avisaba a los demás qué se debía cubrir y qué se debía o no publicar. Sin preguntas: “Yo no quiero compromisos”, dice Rafa, y el auto se acerca a la entrada de un túnel, “pero tampoco problemas”.
Frente a los escasos 150 dólares mensuales que ofrecen muchos medios en Veracruz, la jugosa paga del narco hizo que incluso los paramédicos que iban a la escena del crimen se reconvirtieran en ‘reporteros’. No parecía importarles que la mayoría de los periodistas asesinados fueran los de sucesos ni que aparecieran mensajes amenazantes o incluso cabezas de cerdo frente a las redacciones.
Pero a Rafa sí. Y tampoco le gustaba que le controlaran, que le dijeran qué tenía que hacer ni que se metieran en su vida personal.
Aunque pasaron cinco años, a Rafa se le enrojecen los ojos cuando –parado en el semáforo- recuerda el ‘narcomensaje’ que acompañaba en 2011 el cadáver decapitado de su amiga y compañera Yolanda Ordaz, una experimentada reportera de nota roja que muchos señalaban como vocera Zeta. “Los amigos también traicionan”, se leía al lado de la cabeza.
Hubo un tiempo en que Rafa sintió que ya no podía más y, como muchos, huyó a otro estado. Se autoexilió. Unas semanas. Pero volvió. “Tengo responsabilidades aquí”, dice señalando con la cabeza una foto descolorida de su hija al lado del cambio de marchas.
Ahora calla, acelera y su carro desaparece por una callejuela llena de luz y música del centro de Veracruz, donde la vida parece normal.
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Escribo a una reportera del Puerto que vivió de cerca esa época negra. Le digo que me gustaría mucho entrevistarla para este reportaje.
Responde:
“Y cuál es tu intención u orientación del trabajo. Qué buscas. Y aparte de mí, con quienes más vas a hablar. Y dónde se publicaría tu trabajo. Esos datos son importantes para saber si hablo”.
Así empieza su mail. No hay ni una “hola” ni un “¿cómo estás?”.
Termina de este modo:
“No quiero exponerme como espero me entiendas. Tú regresas a tu país. Nosotros nos quedamos”.
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Desde que llegué a México en 2013, mi familia y mis amigos en Barcelona no pararon de preguntarme si no era peligroso ser periodista ahí. Lo es, les respondía, sólo que no tanto para mí.
El periodista amenazado tiene pasaporte mexicano, trabaja generalmente fuera de la capital, gana cuatro chavos reporteando simultáneamente para varios medios pequeños que no lo respaldan y, lo más importante, no suele estar haciendo investigaciones para el Pulitzer, sólo tiene el valor o la inconsciencia de airear las fechorías del cacique local, sea narco, político o una mezcla de los dos. Hay que dejar claro también que ese periodismo de provincias es, en general, mucho menos ortodoxo del que se puede pensar en Estados Unidos o Europa. Algunos medios son simple y llanamente emprendimientos personales y los periódicos más grandes pueden carecer de figuras claves como la del editor. En esas redacciones hay reporteros que trabajan en paralelo para oficinas del gobierno, otros que no pasaron por la universidad y, algunos, que ni siquiera tienen estudios. A esos, antes de empezar a escribir artículos o a sacar fotos, nadie les enseñó cómo cuidarse a la hora de citar fuentes, cómo tener ciertos protocolos de seguridad, cómo distinguir opinión de información o cómo se maneja un off the record. Son personas corrientes que hacían de mensajeros para el periódico, manejaban un taxi o hacían fotos en fiestas de cumpleaños y empezaron a compaginarlo con el periodismo. Medio por azar, porque les pareció divertido, una manera de ganar dinero extra o, los más comprometidos, una necesidad para sus comunidades.
Yo, si fuera una periodista de Veracruz, no se si podría escribir de otra cosa que no fuera el tiempo.
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Noé Zavaleta soñaba con ser cronista deportivo y cubrir un Mundial. Pero la realidad de su estado le llevó por otros caminos. Pronto cambió los jugadores de fútbol por narcotraficantes y los hoyos de los torneos de golf por fosas clandestinas llenas de desaparecidos. A sus 36 años, ha trabajado para más de diez medios y también ha enterrado a una docena de colegas y amigos: a su antecesora como corresponsal en la revista Proceso, la veterana reportera Regina Martínez, y a su colega y fotógrafo en ese semanario nacional, Rubén Espinosa.
¿Cómo es ser el sustituto de un periodista asesinado? Y no sólo eso. ¿Cómo ese reportero sigue escribiendo cuando, tres años después, es su compañero de coberturas el que aparece muerto?
Cuando conocí a Noé, en 2015, me sorprendió su aire despreocupado. Es un tipo alto y fornido que viste bastante formal --casi siempre lleva camisa y su pelo bien engominado--, pero parece un niño grande, extrovertido, bromista, hablador. Es un lector voraz de crónica –tiene todos los libros de Carlos Monsiváis y Martín Caparrós-- y un apasionado del periodismo pese a su entorno y circunstancias.
Después de tomar un café en un bar de Xalapa, Noé me invitó a charlar con más calma en su “oficina”, su habitación de toda la vida en casa de su madre en una colonia popular del centro. En esa época, Noé escribía sus artículos en un cubículo lleno de libros y con paredes azules de donde colgaban sus héroes: una foto del futbolista Cuauhtémoc Blanco, una máscara de Blue Demon y también, como un trofeo, la portada enmarcada del “Estado sin ley” de Duarte que produjeron con Rubén Espinosa en 2014 para Proceso.
Ese primer día, pocos meses después del asesinato de Rubén, Noé trataba de hacer broma con algo que, en realidad, le preocupaba. Sus amigos empezaban a pensársela a la hora de salir con él.
“No te invitamos, eh, estás en cuarentena, cabrón”, le decían con risa histérica. “Oye espérate, ¿no?”, reclamaba Noé.
Pero comenzaba a no haber caso. Ser reportero lo convertía en un sujeto peligroso, no sólo por ser alguien a quien podían matar sino alguien por quien, por cercanía, podías ser asesinado.
Y las cosas empeoraron después de que Noé publicara su libro “El infierno de Javier Duarte”. En agosto de 2016, el dueño de un periódico cercano al gobierno citado en el libro, le acusó de algo muy grave: de tener vínculos con Los Zetas. Noé había recibido, como todos los reporteros del estado, cadenas de mails anónimos donde se trataba de desprestigiarles. En su caso, lo tachaban de borracho, drogadicto y adicto al sexo. Antes podía darse el lujo de reírse, pero esta vez se asustó de verdad.
Tenía miedo de que ese señalamiento alegre pudiera preceder y justificar un ataque inminente en su contra. Así que, con todos sus recelos, se armó de valor y fue a denunciarlo a la fiscalía local y luego a la federal, en la Ciudad de México.
Mientras la revista le “aireaba” un tiempo en la capital, quedamos para cenar en una pizzería de la Condesa, uno de los barrios de moda de la ciudad. Noé estaba nervioso, escaneaba con la mirada a todas las personas que entraban al local y a ratos se quedaba pensativo, sin hablar. En unos días más, dos escoltas empezarían a acompañarle día y noche.
Noé trató de no perder la sonrisa cuando me confesó, con tristeza, que a veces se sentía un apestado. El día antes había invitado a una amiga de Xalapa al cine, y ella, sin dudarlo, le dijo que no: “Mi mamá no me deja salir contigo”.
***
Veracruz no es Alepo. No hay bombas demoliendo barrios ni ráfagas de balas entre frentes. El miedo es más sutil. En la mayoría de municipios la vida transcurre tranquilamente con las idas y venidas de los niños al colegio, familias comiendo helado en el parque, gente que conversa mientras toma un ‘café lechero’ en cualquier sucursal de La Parroquia o que se deja acariciar por la brisa mientras baila danzón.
Pero, entonces, una mañana cualquiera, aparece una bolsa con un cadáver tirado en la carretera, una tarde, también común, se desata una balacera y una noche, más tranquila aún, aparece otro periodista hecho pedazos.
Aunque el ambiente no es opresivo, el miedo es contagioso. En los viajes que hice para este reportaje a Veracruz se me hizo evidente la psicosis con la que viven los reporteros del estado. Su desconfianza. Su paranoia. Yo misma llegué a tener la sensación de que alguien -no se quien- sabía que andaba reuniéndome con reporteros y que alguien -tal vez- me estaba vigilando por estar hurgando en este tema. Me sentí especialmente vulnerable la vez que fui sola a Xalapa a entrevistar a Gina. La exvocera de Duarte nunca antes había dado una entrevista tan larga y me quiso dejar claro que me había “investigado” antes de concedérmela. Al volver al hotel, sentía que el enclenque cerrojo de mi cuarto no impediría a nadie a entrar, robarme el equipo o darme un susto.
A todo eso se sumó la sensación, terriblemente desconcertante, de no saber nunca con quien estaba hablando, quién era el periodista que tenía enfrente.
“Este es chayotero/textoservidor/un vendido al gobierno”, me advertía uno.
Luego, otro me decía de él: “Cuidado, a este le paga el narco”
O: “Este ni siquiera es periodista”
“A este ya lo compraron por 30,000 pesos (menos de 1,500 dólares)”, me decían más tarde.
“Este es un anarquista, un activista”.
El canibalismo de los periodistas en Veracruz, el cómo se observan con recelo y se destripan unos a otros es, creo, lo más espeluznante que vi. Esperaba encontrarme un gremio unido en el dolor, solidario. Y no. Lo que observé es una desconfianza feroz en un clima donde nada es lo que parece.
***
En esa lógica de dimes y diretes, si hiciera caso a lo que algunos colegas me dijeron, debería poner a Luz María Rivera en la categoría de periodistas que “se vendieron al gobierno”. Aunque, si hiciera caso a otros, debería considerarla, en realidad, una profesional “independiente”.
Es cierto que esta mujer pequeña, de larga melena castaña y temperamento fuerte evitaba criticar a Duarte meses antes de que el gobernador se diera a la fuga. También que su modesta web ‘El Mercurio de Veracruz’ tiene pocas visitas y una linda oficina en el centro del Puerto. Pero es verdad también que Luz María tiene una larga trayectoria periodística, que la llevó a ser por años corresponsal de un periódico nacional respetado como La Jornada, y que en 2012, por hacer su trabajo, sintió la muerte en los talones.
Su nombre apareció en una reducida lista de reporteros que podían ser ejecutados en cualquier momento por el narco.
“Yo era la próxima”, rememora con la voz entrecortada esta veracruzana en su despacho de ‘El Mercurio’ con una foto de ella y ‘Milo Vela’, sonrientes en una terraza de un bar, encima de la mesa.
Después de haber vivido el asesinato de varios de sus compañeros en Notiver, Luz María se “enfermaba físicamente” cada vez que ponía un pie en la redacción del periódico que más bateaba a Duarte. Así que lo dejó, continuó con La Jornada y fundó ‘El Mercurio’ invirtiendo ahí “todos” sus ahorros.
Pero la ‘narcolista' fue acompañada de llamadas intimidatorias a su casa.
Paralizada por el miedo, durante unos meses, Luz María decidió refugiarse en este caluroso despacho donde estamos hablando ahora con el aire acondicionado al máximo. Primero durmió en el suelo y, luego en un pequeño sofá. Comía lo que le traían y miraba con recelo el bullicio de Veracruz desde la ventana. “Asomaba mi nariz muy pocas veces”, asegura.
Debo confesar que escuchándola recordar esa época con la foto de ‘Milo Vela’ sobre la mesa puedo entender por qué, durante un tiempo, muchos periódicos veracruzanos silenciaron críticas y decidieron reducir al máximo cualquier alusión a la sangrienta ola de terror.
—¿Que ahorita hay más autocensura? —se pregunta Luz María retóricamente con su voz fuerte— Claro, y yo no me avergüenzo de decirlo. Es la verdad, es el contexto. Ahora yo soy jefe y da mucho miedo porque no sabes. Aquí en Veracruz y en México, el enemigo no tiene rostro.
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Un dibujo de la cara ancha, el bigote espeso y la sonrisa honesta de ‘Goyo’ se convirtió en el logo del insólito evento: una subasta de fotos en la Ciudad de México para su viuda y sus cinco hijos.
Gregorio Jiménez, ‘Goyo’, era un periodista autodidacta de Coatzacoalcos que empezó como fotógrafo de nota roja hasta que uno de sus jefes le animó a escribir. Recibía veinte pesos por nota. Un dólar. Eso, cuando la nota era publicada. ‘Goyo’ no tenía contrato ni seguro social, trabajaba simultáneamente para varios medios y vivía en una casa con el piso de arena en un suburbio de esa ciudad del interior de Veracruz. Durante años tomó prestada la luz al vecino y sólo tenía agua si caminaba a buscarla a un pozo.
Nada le quitaba la pasión para reportear.
Pero en febrero de 2014, a los 43 años, ‘Goyo’ apareció mutilado en una fosa común. Fue el décimo periodista asesinado durante el gobierno de Javier Duarte.
La fiscalía veracruzana, al inicio, aseguró que su muerte era producto de un pleito vecinal. Como con la mayoría de reporteros asesinados, para la procuraduría, el crimen nunca tenía relación con su labor periodística sino con batallas privadas o circunstancias fortuitas, desde la pelea entre compadres, a un crimen pasional o un robo. También había espacio para un argumento repetido: “en algo malo andaba”.
No fue hasta tres meses después del crimen que la fiscalía incluyó su trabajo periodístico como posible móvil del homicidio.
Fuera cual fuera oficialmente el motivo de su asesinato, su familia se quedó sin sustento económico. Así que la agrupación FotoreporterosMX decidió organizar esa subasta en un centro cultural de la capital con imágenes donadas por fotógrafos de todo el país. Decenas de reporteros, mexicanos y extranjeros, sentados y de pie, abarrotaron la pequeña sala mientras la viuda de Goyo, Carmela, una señora de tez morena y de pelo negro hasta la cintura, seguía discretamente el acto sentada en la primera fila. La venta empezó en 150 pesos. ¿Escucho 500?, preguntó el rematador ¡750!, gritaron por atrás. ¡Mil!, dijo un periodista de pie en el lateral. ¿Quién da más?.
A medida que la cifra aumentaba, crecía la emoción e, incluso, se escapaban algunas lágrimas. El dinero había adquirido otro valor en esa catarsis colectiva ante la muerte. Todos sabíamos que la subasta no pararía los crímenes -hubo siete asesinatos más después- pero ese insólito acto de unión y solidaridad –más fácil para los periodistas del DF que para los de la truculenta Veracruz-, al menos, daba fuerza y era una diferencia para la familia Jiménez. En cinco horas, se subastaron 101 fotos y se recaudaron 131,000 pesos. Unos 7,000 dólares. O, de otro modo, el dinero de 6.550 notas publicadas por Goyo.
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El compositor Agustín Lara, El Flaco de Oro. Salma Hayek, una de las latinas más poderosas de Hollywood. El tenor Javier Camarena, al que se ha comparado con Pavarotti. Los tres veracruzanos. Los tres con su nombre en alto.
Aunque el periodismo es un escaparate ideal para el ego, muchos reporteros en Veracruz optan por esconder sus nombres. No sólo al decidir no firmar algunas notas sensibles por miedo a represalias sino, también, cuando se les cita para una entrevista.
En varios casos me encontré con colegas que accedían a quedar conmigo, pero cuando me sentaba en la mesa y le daba al ‘REC’, se echaban para atrás. Nada de grabadoras. Podía usar su información como contexto, para entender, pero ellos no querían exponerse.
Elegir la sombra es un método en Veracruz.
Rafa, el periodista salsero de nota roja, no se llama así pero accedió a dar su testimonio si obviaba detalles que pudieran identificarlo. Un reportero que dejó el periodismo porque ya no soportaba la presión y ahora regenta una peluquería, lo pensó mucho y al final me canceló.
Sin embargo, Rubén Espinosa, el fotoperiodista de Proceso y compañero de Noé Zavaleta, no quería esconderse y, cada vez que podía, convencía a otros colegas para protestar y denunciar el “infierno” que vivía Veracruz y, también, sus periodistas.
Rubén -un joven de cabello negro medio revuelto, barba, siempre con una cámara colgando del hombro e inseparables gafas de sol- denunciaba públicamente los golpes que recibían algunos comunicadores por parte de los policías del estado cuando cubrían marchas, las fotos que les hacían extraños en actos públicos, los mails anónimos difamantes, los ‘orejas’ del gobierno que les espiaban en las esquinas, las advertencias — ‘cuídate mucho’— de desconocidos que los superaban a paso rápido en las calles… Fue también él quien encabezó varios actos de recuerdo a colegas caídos y quien impulsó la creación del pequeño colectivo de periodismo antiduartista y por la libertad de expresión Voz Alterna.
Rubén tenía 31 años y espíritu de líder.
Decidió convertirse en un rostro visible y elevar su nombre, aunque eso implicara ser víctima de más hostigamientos y pudiera incluso costarle la vida. Y así fue.
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El asesinato de Rubén Espinosa en julio de 2015 marcó un antes y un después entre los periodistas de Veracruz. Igual que años atrás lo habían hecho el de ‘Milo Vela’, por ser el primero con esa brutalidad, y el de Regina Martínez, la primera periodista asesinada de un medio nacional y con un perfil más investigativo.
Su homicidio transgredió otro límite.
Rubén apareció muerto y torturado en la Ciudad de México, donde se había autoexiliado hacía apenas dos meses, convencido de que ahí estaría a salvo de las constantes intimidaciones que sufría en Xalapa. La policía lo encontró junto a los cadáveres de otras cuatro mujeres, entre ellas su amiga activista Nadia Vera, en un apartamento de un barrio de clase media del DF.
Las circunstancias eran extrañas, pero los periodistas veracruzanos dieron una única interpretación al crimen: ya no había refugio en el país para ellos. Si Rubén había sido asesinado en esa supuesta burbuja de seguridad para reporteros amenazados, ¿qué les quedaba a los que seguían en Veracruz?
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Para muchos, la única opción fue traicionar sus principios y pedir ayuda a alguien de quien desconfiaban.
Todos los amigos de Rubén en el colectivo Voz Alterna se inscribieron en el mecanismo del gobierno federal de protección a periodistas y, desde entonces, siempre llevan en el bolsillo un mini celular con un botón de pánico conectado a la secretaría de Gobernación. La idea es que si algún día les llegara a pasar algo, las autoridades no puedan decir –como con Rubén- que no tenían constancia de que se sintieran amenazados.
Es una formalidad.
Pocos reporteros confían en el mecanismo federal y menos aún en la comisión de protección a periodistas que creó Duarte en Veracruz. Desde su nacimiento casi simultáneo en 2012, ocho comunicadores fueron asesinados en el estado. El último de ellos, Pedro Tamayo, a pesar de estar bajo tutela de la comisión veracruzana.
Pero hay quienes prácticamente no pueden elegir. Jorge Sánchez, por ejemplo, siente el mecanismo de protección casi como un castigo. Como el precio que debe pagar por la impunidad que rodea al asesinato de su padre. Desde inicios de 2015, nueve cámaras de vigilancia controlan los movimientos de su familia dentro de su casa. Afuera, tres policías custodian su puerta. Y, cuando salen, un escolta le acompaña a él, a sus dos hijos y a su mamá a donde quiera que vayan.
--- Es increíble que nosotros estemos dentro de una pequeña prisión y los criminales continúen en libertad--- dice Jorge, al caer la noche, mientras observa los policías a través de la enclenque reja metálica de su casa.
Cuando dice “los criminales”, Jorge -tupé y patillas engominadas a lo Elvis Presley, 31 años- se refiere a la combinación de narco-policías que secuestraron y descuartizaron a su padre, Moisés Sánchez, taxista, activista vecinal y fundador y único redactor del periódico casero “La Unión” en Medellín de Bravo.
Moisés fue asesinado en enero de 2015 por orden del alcalde de ese municipio de la periferia del Puerto. Un político que, misteriosamente, también logró fugarse.
Matar a periodistas en Veracruz sale barato, demasiado barato. Ninguno de los 17 crímenes cometidos en el sexenio que acabó en 2016 ha sido resuelto. Y mientras las víctimas viven presas del miedo o enjauladas en sus propias casas, los bandidos campan libres.
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Nadie sabe dónde está Javier Duarte. En sus últimas apariciones públicas, el exgobernador había perdido 30 kilos. Sus cachetes colgaban de su rosto pálido, igual que su sonrisa. Cuanto más se le acercaba la fiscalía, más languidecía. El PRI no lo había abandonado antes, probablemente, por el miedo a perder su feudo, pero todo acabó cayendo por su propio peso. En junio de 2016, una coalición opositora ganó las elecciones y logró que Miguel Ángel Yunes Linares fuera electo gobernador. El primero tras casi un siglo de gobiernos ininterrumpidos del PRI.
En 2017 empieza, supuestamente, una nueva etapa para Veracruz. Una que, aunque no está exenta de suspicacias hacia el nuevo gobernador, se espera que deje atrás el pesado legado de Duarte.
Gina, la reportera que acompañó fielmente al exgobernador fugitivo durante casi todo su mandato, aseguraba a finales de 2016 que se sentía triste, desencantada. “Yo conocí a otro Javier Duarte”, declaró.
Un año antes, en su despacho luminoso, su discurso era radicalmente distinto. Su reconocimiento y agradecimiento a Duarte no tenía “fecha de caducidad”. Y ella tenía la conciencia muy tranquila.
—Yo puedo ver a la cara a cualquier periodista en Veracruz, a cualquier empresario periodístico ---decía solemne---- porque en la tarea que a mi me tocó cumplir, la cumplí de acuerdo a las instrucciones que yo tenía y era un diálogo permanente con el gobernador.
A finales de 2016, varios medios mexicanos publicaron que Gina habría tenido un papel destacado en la trama corrupta de Duarte, desviando cerca de 1,000 millones de pesos del departamento de Comunicación Social a empresas fantasma. Ella lo negó. Dijo que esa información la sorprendía tanto como a todos y que la secretaría de Finanzas era la única que manejaba el dinero del gobierno.
Algo parecido hizo cuando, al terminar la entrevista en su despacho en Xalapa, paré mi grabadora y le hice una última pregunta.
—¿Por qué has estado grabando toda nuestra conversación?
Gina podría haberme dicho que era una cosa que hacía rutinariamente, por protección. Pero, sobresaltada por una pregunta que no esperaba, en vez de eso, hizo ver que no se había dado cuenta y echó la culpa al chico que dejó la grabadora al lado de su café. Con una carcajada, dijo que tal vez sintió que debía protegerla.