Putin y las armas de destrucción masiva

Puede que al presidente Biden no le correspondiera afirmarlo durante su enérgico discurso en Polonia. Pero lo cierto es que Vladimir Putin no debería permanecer en el poder en Rusia. Los rusos demócratas, sean los que sean, sean cuantos sean, tienen la obligación moral y política de deshacerse del carnicero del Kremlin; y las democracias, el deber de ayudarles en ese objetivo impostergable. De lo contrario, los innumerables crímenes contra la humanidad que ha perpetrado en Ucrania, empezando por la guerra misma, quedarían sin castigo. Peligrosamente impunes. Y a punto de repetirse en otras regiones de Europa oriental a las que el Kremlin quisiera darles un zarpazo.
Putin no es un demente ni un actor político irracional. Es el dictador con ínfulas imperiales que en la historia de Rusia se repite con asombrosa puntualidad. Lo fueron algunos zares. Lo eran mandamases comunistas como Lenin, Stalin, Khrushchev, Brezhnev, Andropov. Y lo es ahora Putin, su discípulo de ideología difusa. Cada uno a su manera soñó con un imperio euroasiático bajo su férula personal o por lo menos como legado histórico. Todos estuvieron dispuestos a sacrificar numerosas vidas inocentes para lograrlo. Y todos chantajearon a otras naciones para evitar que se interpusieran en sus designios imperialistas.
El chantaje de Putin es uno de los más perniciosos hasta el momento. Consiste en amenazar a Ucrania y, por extensión, a las naciones que asisten a Ucrania, con usar armas de exterminio. Biológicas. Químicas. Nucleares. El carnicero del Kremlin ya ha utilizado las dos primeras en Chechenia y Siria, con saldo de miles de muertos, incluyendo civiles. Y es prácticamente imposible saber si recurriría a las nucleares en caso de que los ucranianos, con la ayuda de las democracias, continúen diezmando al ejército invasor y frustrando el empeño imperial del autócrata.
Estados Unidos y sus aliados no pueden estar cien por cien seguros de que Putin se abstendría de emplear armas nucleares. Su perversa cosmovisión y sus instintos depredadores sin duda lo inclinarían a ello si los ucranianos y Occidente lo siguen humillando en el campo de batalla y en el ámbito económico. Pero algunos factores probablemente se lo desaconsejarían.
Uno de esos factores es que, si las usa, estaría rompiendo una tregua de 75 años en el empleo de armamentos nucleares. No se utilizan desde que Estados Unidos las detonara sobre Hiroshima y Nagasaki en Japón. Un segundo factor es que, si Putin llegara a afectar con armas tan destructivas a un miembro de la OTAN, como Polonia, la alianza militar le respondería de la misma manera. Es un riesgo que un dirigente político más o menos cuerdo, por infame que sea, difícilmente correría.
Es posible que Putin considere un limitado ataque nuclear con fines tácticos. Su blanco podría ser una de las tantas poblaciones ucranianas que se defienden con tesón y valentía de los invasores rusos. Pero, si lo llevase a cabo, causaría muchísimas más víctimas inocentes. Y perdería a los pocos aliados importantes que aún le quedan en el escenario internacional, como China y la India. Su aislamiento sería prácticamente total, pues a lo sumo podría contar con el apoyo de dictaduras de menor peso geopolítico, como las de Venezuela, Cuba y Nicaragua.
La temeraria guerra de Putin en Ucrania y sus posteriores bravuconadas sugieren que Occidente debería dejar de pensar en las armas nucleares como simples reliquias de la guerra fría. Las democracias occidentales las han considerado solo como instrumentos disuasorios. Lamentablemente, para Putin y sus secuaces, son sobre todo un medio de intimidar y amenazar a sus enemigos reales o imaginarios. Ese es un peligro que solo los rusos podrán conjurar, deshaciéndose de alguna forma del dictador y de sus cómplices. La responsabilidad de Estados Unidos y sus aliados europeos es modernizar y fortalecer sus defensas, incluyendo la que conlleva armamentos nucleares.
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