El gobierno mexicano tiene las herramientas necesarias para saber quién es responsable del espionaje denunciado por el NYT

No existe ninguna duda en mi mente de que por lo menos desde los años sesenta, el Estado mexicano espía, vigila, sigue e interviene los teléfonos de sus adversarios, sus críticos y, sobre todo, sus integrantes y adeptos (para que lo sigan siendo). En momentos cruciales, se agudiza la vigilancia; el resto del tiempo, seguramente se lleva a cabo con la misma ineptitud, desidia e impericia que caracteriza a las fuerzas del orden nacionales en otros menesteres. No hay nada nuevo bajo el sol.
Salvo que en el caso del software Pegasus y de la empresa israelí NSO, los descubrieron. Esa es la gran diferencia entre el escándalo revelado por The New York Times y la mayoría de los anteriores, remontándonos a la infame Dirección Federal de Seguridad.
A reserva de que resulte falsa la historia narrada en el largo reportaje del diario neoyorquino el lunes, esta vez un medio de prestigio internacional informa de una estrategia de intervención telefónica y de datos en diez casos concretos –deben ser muchos más– con nombres y apellidos. Los autores consultaron a los afectados, a expertos en “encriptar” y “hackear” celulares, a la empresa fabricante del software, y hasta al gobierno mexicano, que desde luego se hizo el desentendido.
He aquí la segunda característica novedosa de este caso. Normalmente, los gobiernos se rehúsan a responder –desmintiendo o confirmando– casos de espionaje de cualquier índole. Esta vez, el presidente de México, Enrique Peña Nieto no tuvo más remedio que responder.
A través de la oficina de la presidencia, el gobierno de México envió una carta patética al Times, que podría haber sido redactada por Donald Trump. “No hay ninguna prueba de que fuimos nosotros”. E insta a las víctimas a interponer una denuncia ante la Procuraduría General de la República, una de las tres dependencias que adquirió el software en Israel. Solo que, al responder el gobierno mexicano, abre una caja de Pandora que no va a poder cerrar fácilmente.
El gobierno tiene manera de averiguar que sucedió. Sabe exactamente que dependencias compraron Pegasus, sabe cuánto han pagado por sus servicios –65,000 dólares por cada aparato hackeado– y quién tuvo al dispositivo para utilizarlo, en su caso, indebidamente. El hacker no deja huellas en el celular intervenido, pero sí existen necesariamente huellas presupuestales, de cadena de mando, de utilización en oficinas de gobierno, o incluso de alquiler o venta venal del equipo a terceros.
Nadie puede afirmar qué dependencia del gobierno utilizó el software para espiar a los mexicanos y la norteamericana nombrados en el artículo de NYT. Pero si se puede afirmar que el gobierno cuenta con las herramientas necesarias para saber quién fue, aunque se tratara de un esquema más de corrupción de este régimen: un alto funcionario “prestando” el servicio a particulares, o a otros funcionarios, o a políticos externos a la istración pública pero cercanos al partido de gobierno.
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