"No quisiera morir hasta ver que viene mi hijo": la dolorosa espera de las madres de los migrantes desaparecidos

AZUAY, Ecuador.- Rosa Alejandrina Llivichusca no quiere deshacerse de la ropa que dejó su hijo, Luis Ángel Balbuca, cuando se marchó a Estados Unidos. Como un ritual, cada vez que llegan los carnavales lava todas las prendas para que no agarren mal olor y las vuelve a colocar en los cajones de su cómoda. Ya son 11 carnavales que no sabe nada de Luis, pero sigue esperándolo. “Cuando llega el carnaval siento que ya mismo llega y allí tengo su ropa lista. Yo no quisiera morir hasta ver que viene mi hijo”, cuenta esta mujer de 63 años que teje sombreros de paja toquilla y prepara chicha por encargo para hacerse con unos pocos dólares.
Luis Ángel dejó el poblado rural de Zhimbrug, en el sur de Ecuador, el 7 de marzo de 2008, con 17 años cumplidos. Quería aliviar el peso de las deudas que había dejado su difunto padre y también soñaba con construir una casa de cemento, de dos o tres pisos, con terrazas y jardineras, como ha hecho el grueso de los migrantes que ha salido de esta parte del país. Pero no llegó a su destino en el norte. Su madre, ‘doña Aleja’, como la conocen en el pueblo, se aferra a lo que le dijo el coyote: que su hijo y otros migrantes más fueron vendidos a los paramilitares.
“M hiijo me llamó desde Colombia, no me comentó en qué ciudad estaba, pero me dijo que necesitaba 100 dólares para salir de allí. Como quiera pedí prestado ese dinero y le envié, pero luego el pasador me supo decir que la persona que les tenía que llevar a Panamá se ha puesto a contar la plata de la carga, porque no han sabido decir que llevaban personas sino carga, y que ha faltado dinero porque algunos familiares de los chicos no habían pagado todo. Por eso me supo decir que cayeron todos, que eran como diez y que les vendieron a los paramilitares. Eso me dijo, no sé si fue verdad”, cuenta en el portal de su casa de adobe y llora como si estuviera escuchando nuevamente al hombre que se llevó a su hijo.
El coyote, conocido como ‘don Alberto’, se esfumó justo cuando el reclamo de las familias de los desaparecidos llegó a la Fiscalía. No fue inmediato, antes trató de confundir a los denunciantes. Les llevó a la ciudad portuaria de Guayaquil, para que supuestamente pusieran la denuncia allí. Todo fue parte de una farsa. “Tanto que le rogaba, yo me hincaba y le decía: ‘Don Alberto, por el amor de Diosito, si es que ellos son muertos, avísenos, no sea malito, no me haga sufrir tanto, a la final más sea para pasar una misa’. Pero él me decía que no, que no me puede mentir, que ellos están vivos, que están con los paramilitares”, recuerda Rosa. “Yo no entendía bien qué hacían allí. El pasador me decía que estaban como mulas, traficando la amapola. Yo ni sabía que eso era droga”.
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El sur de Ecuador, sobre todo, las ciudades de Cuenca, Azoguez, Gualaceo, Paute, Sigsig, Cañar, El Tambo y otros poblados rurales son el origen de buena parte de los 1.8 millones de ecuatorianos que residen en Estados Unidos. Esa es la cifra que maneja el Ministerio de Relaciones Exteriores del país andino. Los que se marchan son hombres jóvenes que buscan prosperar rápidamente como hicieron los familiares o conocidos que les precedieron en la travesía. “La opción de quedarse en sus comunidades, trabajar la tierra o hacer un trabajo artesanal como confeccionar zapatos no es atractiva, cuenta Fernando León, director de un semanario que circula en Gualaceo.
“Ellos quieren construir su casa o un edificio de cinco o seis pisos como han hecho algunas familias que han emigrado y han usado sus apellidos, Duchimaza, Yanza o Lluvicura, para denominar al edificio”.
¿Cuántos migrantes se han quedado en el camino, lejos de construir sus sueños? La Cancillería no tiene una cifra actualizada. La última vez que el Ministerio de Relaciones Exteriores reveló la cifra de migrantes desaparecidos fue en marzo de 2015, justo después de que un ecuatoriano, de 24 años, se quitara la vida en los baños de una estación migratoria del Instituto Nacional de Migración de Morelia (Michoacán-México).
Ricardo Patiño, por entonces canciller del país andino, dijo que entre 2014 y los tres primeros meses de 2015 se registraron 135 ecuatorianos desaparecidos. Luego anunció un acuerdo de cooperación con México para buscar a los ecuatorianos desaparecidos en ese país y la creación de un banco genético para acelerar el proceso de identificación en caso de encontrar a posibles ecuatorianos en los depósitos de cadáveres. La cancillería de Ecuador, sin embargo, no ha informado de los resultados de esa cruzada.
Para este reportaje, el ministerio de Exteriores entregó solamente las cifras de desaparecidos localizados que tienen desde 2014.
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María Beletanga cada noche enciende una vela y reza para que su hijo, José Wilson Jarana, encuentre el camino a casa. El joven tenía 22 años cuando inició el viaje a Estados Unidos, tenía que llegar a Nueva York, para reunirse con sus tres hermanos mayores. Pero su rastro se perdió en Reynosa (México). Desde allí hizo la última llamada, el 22 de julio de 2012. Ese mismo día el coyote que contrataron los hermanos de la víctima, Joselito Rolando San Martín Quezada, se comunicó para contarles que José había sido detenido y que necesitaba 2,000 dólares para supuestamente sacarlo.
“Entregamos el dinero rápido y el coyote dijo que en un mes ya ha de volver mi hijo”, recuerda María y añade que el traficante de personas no volvió a contestar el teléfono. No fue el único que estafó a la familia. Otros llamaron unos meses después para decir que el joven estaba en Los Ángeles y que necesitaban primero 4,000 y luego 5,000 dólares. Los hermanos del desaparecido, desesperados, se endeudaron para pagar ambas cantidades, pero no consiguieron nada.
Aunque los hermanos ya cesaron la búsqueda, María no quiere pensar que su hijo ha muerto. Se aferra de la llamada telefónica que le hizo un desconocido cuando habían pasado cuatro meses de la desaparición. “Era uno de México y me dijo que mi hijo le ha dado una carta, que está en un monte, perdido, que no se puede comunicar”, cuenta esta mujer de 58 años que no se mueve de la humilde casa que tiene en Cuenca, también en el sur del Ecuador, por si la carta llega un día.
A mediados de 2018 pensó que la noticia fatal estaba cerca. Le llamaron de la Fiscalía para hacerle un examen de ADN. Habían encontrado en México los restos de una persona que coincidía con su hijo. Pero hasta ahora no le dan respuesta de nada. “A ratos pienso que está vendido, trabajando, o tal vez está muerto como dicen mis otros hijos, pero no quiero pensar en eso”, dice la mujer que atiende la entrevista en Cuenca, rodeada de sus tres nietos, que ya rondan los 20 años. Ellos están bajo su cuidado desde que sus padres emigraron y los dejaron prácticamente en pañales. El joven desaparecido también dejó un niño. Tenía poco más de un año y ahora vive con su madre. María dice que no quieren que sufra y por eso le ocultan la verdad. “Él solo dice: ‘Mi papá fue en avión’. Cuando sea más grande le vamos a contar lo que pasó”.
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Las cifras oficiales de migrantes desaparecidos que se manejan en Ecuador son dispares. Ninguna da cuenta de la magnitud del problema. Van desde los cuatro casos que ha conocido la nueva unidad del Ministerio de Interior creada para la prevención de trata de personas y tráfico de migrantes, que empezó recopilar datos en 2017, hasta los 29 casos que registra la Embajada de Ecuador en México desde 2011.
William Murillo, que dirigió la extinta Secretaría Nacional del Migrante, una apuesta del expresidente Rafael Correa para dar protección a los migrantes ecuatorianos en el exterior, se ha convertido en la fuente principal de todas las noticias sobre migrantes desaparecidos. La organización 1800 Migrante, que dirige junto con su esposa, registra 120 casos desde 2009. Decenas de fotos de hombres y mujeres que no llegaron a Estados Unidos están en su oficina de New York. “Yo viví esa estampa como migrante, a los 18 años viajé irregular hacia Estados Unidos y vi a gente quedarse en el camino”, cuenta vía Skype. “Pero no son prioridad política y peor humanitaria para el Estado ecuatoriano, por eso no hay recursos para buscar respuestas”.
El último caso que 1800 Migrantes denunció ante los medios de comunicación fue la desaparición de Marco Pérez, un joven de 24 años oriundo de Chunchi, centro del país, que se comunicó con su familia desde Altar (Sonora) el 3 de julio de 2018. El coyote que lo guió todavía contesta las llamadas que hacen sus familiares, pero les asegura que no sabe qué pasó.
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Marcia Andrade se niega a creer que su hijo, Jonathan Sánchez, está muerto aunque le mostraron las fotos de la ropa que llevaba, sus documentos de viaje y unos restos óseos hallados en el desierto. Ella quiere creer en aquello que le dijo un brujo tras examinar la foto de su primogénito. “Me dijo que estaba vivo, pero que iba a caer en la cárcel cualquier día”. Esta versión coincide con lo que contó uno de los del grupo Águilas del Desierto que ó para intentar dar con su hijo.
“Ese señor me dijo que algunos migrantes caen en manos de los narcos, que les obligan a cruzar droga y si son detenidos no dicen su nombre por miedo. Eso se me ha metido en la cabeza, que a lo mejor le obligaron a cruzar droga y que está preso y no avisa su nombre. Siempre estoy viendo en las noticias, a veces entro al Facebook, pero nada de nada”, lamenta.
Marcia, que llora a su hijo en El Tambo, poco sabe del arreglo que el padre del joven hizo con el coyote que se llevó a Jonathan. Como están separados, no hablaron mucho antes del viaje. Ella se limitó a conseguir los 8,000 dólares, la mitad de la tarifa que el pasador cobraba para llevar a su hijo Estados Unidos. “Mi hijo me dijo que le ayude, que él va a trabajar duro para devolverme ese dinero. Me prometió volver en ocho años, justo para los 15 años de su hermanita menor, pero no fue así”.
Marcia acudió en marzo a la extensión regional de la Cancillería en Azoguez para que le tomen muestra de sangre y se coteje su ADN con el de los restos hallados, pero no tiene ningún resultado. En diciembre pasado ya se cumplió un año de la desaparición de su hijo. La última comunicación fue el 4 de diciembre de 2017, cuando supuestamente estaba en McAllen, Texas. “Lo único que ha contado el coyote es que el joven no pudo caminar porque tenía un problema en la rodilla y se quedó en un lugar del desierto por donde pasa ‘la migra’, pero resulta que le encuentran sus restos a unas dos horas de donde supuestamente se había quedado. Yo me pregunto si estaba en ese estado, cómo pudo caminar dos horas más, esas cosas no cuadran”.
Su determinación para hallar a su hijo se mantiene, aunque sus fuerzas están algo mermadas desde que le detectaron un tumor en la cabeza. “Yo creo que con esta enfermedad no voy a tener larga vida, pero quisiera saber de mi hijo, si de verdad está muerto, por lo menos para darle una sepultura y tener donde ir a llorar”.