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Así terminé pasando una noche dentro de una garita fronteriza donde miles solicitan asilo en EEUU

Quedarme varado más de seis horas en la aduana de El Paso me permitió ver por dentro cómo es la entrada a Estados Unidos de tantos inmigrantes indocumentados que piden asilo al llegar huyendo de la violencia y la pobreza en sus países de origen.
18 Ago 2018 – 01:18 PM EDT
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Transeúntes en el puente sobre el Río Grande que une Ciudad Juárez y El Paso, conocido como puerto de entrada Paso del Norte. Crédito: Damià S. Bonmatí

“Necesitamos tomarle las huellas de nuevo”, me dijo en inglés el agente fronterizo al verificar mi permiso de trabajo y de viaje. Escuché su anuncio con tranquilidad, quizás porque acababa de comer unos sabrosos tacos de alambre en Ciudad Juárez con rancheras en vivo de fondo, quizás porque cruzamos caminando el puente que nos devolvía a El Paso con una rapidez inusual.

“¿Cuánto tiempo me va a tomar?”, le pregunté. “Treinta minutos, quizás una hora”, me respondió. Le di las llaves del carro a mi compañero de cobertura y seguí al agente hacia las oficinas internas de la garita del Paso Norte, uno de los cruces más transitados de la frontera entre Estados Unidos y México.

La media hora se convirtió en más de seis. Pese a la larga espera y al desagradable frío del aire acondicionado, la experiencia me sirvió para ser testigo de cómo funciona la garita fronteriza por dentro, el lugar que da esperanza diariamente a decenas de inmigrantes para entrar a Estados Unidos.

Dentro, la apariencia es de oficina, pero los detalles revelan la trascendencia del lugar: las sillas tienen esposas pegadas por si hace falta retener a algún inmigrante, los celulares están prohibidos, los relojes en las paredes son inexistentes, y un retrato de Donald Trump preside la entrada.

Los agentes me dijeron que están saturados por las peticiones de asilo que reciben en comparación con los recursos que les fueron asignados para procesarlas. Empecé a pensar que la visita iba a ser larga.

Por ley, los extranjeros tienen derecho de presentarse en un puerto de entrada oficial a Estados Unidos y reivindicar su derecho de asilo a los agentes de la Oficina de Protección y Aduanas (CBP), uniformados de azul marino. En la última década los inmigrantes han usado cada vez más este recurso, aunque el gobierno de Trump les está poniendo más trabas.

El epicentro era una sala con mucho movimiento, con varios inmigrantes esperando y diversos agentes delante de sus computadoras, algunos sentados y otros de pie. La mayoría de los funcionarios eran de ascendencia hispana y bilingües.

Al entrar a la sala, vi a un oficial que le preguntaba en inglés a un adolescente si también reclamaba asilo para su madre, la cual observaba la conversación con un velo puesto y sin entender nada.

En la parte central, había una zona elevada, presidida por el jefe del turno. La radio estaba encendida, sonaba lo último en reggaeton, y lo que más pegó entre los inmigrantes latinos fueron temas de Jennifer Lopez y Shakira, quienes tarareaban las tonadas.

En las estanterías, había muchas cajas de agua embotellada, comida instantánea, galletas dulces, jugos concentrados y pañales. El agente Figueroa, un veterano de la guerra de Irak originario de Puerto Rico, dejó su computadora para ofrecerle sopa de fideos a un grupo de cinco cubanos y se las preparó en un microondas.

Uno de ellos, un hombre de 31 años de Pinar del Río, Cuba, me contó que su viaje empezó en Guyana, tomó unos dos meses y atravesó una decena de países. Cruzando un bosque panameño, fueron asaltados. Un matrimonio cubano fue disparado, tres mujeres violadas, y él herido. Me lo explicó enseñando sus cicatrices en la cabeza y en la cara.

También me muestra una pequeña calva en el cogote que atribuye al estrés de la travesía. Para este cocinero, su única posesión ahora es una mochila con el logo falso del Barça. "No hay ninguna oportunidad de trabajo en Cuba", me dice con los ojos rojos del cansancio y las zapatillas a las que les quitaron los cordones al entrar.

Su familia le espera en Hialeah, un barrio mayormente cubano de Miami, pero él se acaba de enterar de que primero debe pasar la entrevista de miedo creíble para demostrar su potencial asilo. Si la pasa, más adelante un juez deberá resolver si se concede el asilo o si lo deporta.

2:00 AM

Eran ya las 2 de la madrugada y eso me hizo pensar que diez horas antes estaba en un edificio de la Universidad de Texas en el Paso (UTEP) hablando justamente de la entrevista de miedo creíble con un profesor que lleva cuatro décadas investigando la frontera.

En la entrevista con los agentes –me decía el profesor Josiah Heyman–, el inmigrante debe demostrar que tiene miedo de sufrir un daño psicológico o físico por parte de alguien en el país de origen. El hombre cubano se quedó pensando sobre qué decir.

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En otra habitación, un funcionario tomaba las huellas dactilares, pero la máquina iba lenta, se congeló en un par de ocasiones y la tuvieron que reiniciar. "Otra vez", dijo.

De nuevo me cambiaron de habitación y ahora estaba solo en un lugar gélido con 150 sillas vacías. Cada vez que oía un ruido, me acercaba a ver si se trataba de un agente con alguna novedad, Nada. Volvía a chequear. Nada.

Logré hacer señas a una funcionaria, que me dijo que en esa garita trabajan bajo un sistema 'first come first serve’ (por orden de llegada). Así que mi permiso de viaje estaba por detrás de varios casos de asilo. Me hizo saber que estaba cometiendo un exceso dándome todas esas explicaciones.

Tocaba esperar más. Ya eran las 3 de la madrugada, hacía mucho frío y la agente me trajo una manta que me pasó por una ventanilla donde hacen trámites istrativos. Pensé en las bajas temperaturas que les esperaban a algunos de los inmigrantes de la garita cuando fueran trasladados a centros de detención.

Desde la nueva sala, a través de una cristalera, veía cómo seguía cruzando gente en la aduana, pese a los riesgos de caminar y manejar en Ciudad Juárez después del atardecer.

Recuperé de mi mochila un diario amarillista que le compré por 8 pesos a un vendedor callejero unas horas antes. Al menos tres crímenes en 24 horas en Juárez. Asesinatos en medio de la calle, con signos de extrema crueldad: una aparente trangénero (aunque el periódico la definía como “mujer vestida de hombre”), una mujer mientras entraba a una tienda Oxxo con su hija de 4 años (que el diario describía como “dama”) y un hombre sin identificar.


Y, bajo la manta, pensé que la puerta para escapar de esa violencia sistemática para cientos y cientos de inmigrantes era esa sala, ese edificio. Esa garita en la que ellos aguardan con la ansiedad de tener su destino en juego y en la que yo esperé por horas sabiendo que, para mí, todo iba a estar bien.

A las 4 me devolvieron mi permiso de trabajo. Desde lejos le deseé 'buena suerte' al hombre cubano y yo salí con la muy banal preocupación de encontrar pronto un Uber para seguir mi camino.

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