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    Los rostros de "Venesolanda", la capital de Venezuela en Quito

    Solanda o Venesolanda, como ya lo llaman algunos, es un de los barrios populares más poblados de Quito. Los venezolanos más pobres alquilan allí casas minúsculas que casi siempre comparten con otros y trabajan en la economía informal del Mercado Mayorista, que les permite pellizcar unos cuantos dólares.
    9 Jun 2019 – 04:23 PM EDT
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    Ronaldi Zambrano, del estado de Zulia, era comerciaba con verdura en Venezuela. Ahora pasa las tardes vendiendo tabaco de contrabando en las calles de Solanda Crédito: Edu Leon

    QUITO, Ecuador.- Hay barrios que empiezan a ser refugio de los venezolanos en Quito. Uno de ellos es Solanda o Venesolanda, como ya la llaman algunos.

    Está al sur de la ciudad y en el pasado también acogió a colombianos, cubanos y a migrantes internos del país. Es uno de los barrios con mayor densidad poblacional, se calcula que tiene más 100,000 habitantes, aunque el diseño original de los años 70 fue pensado para 20,000.

    Los dueños de estas casas, que se construyeron dentro de un plan populista llamado "Pan, techo y empleo", modificaron las viviendas para alquilar una parte de ellas. Los venezolanos llegan a Solanda buscando esos espacios mínimos, que se alquilan entre los 150 y 250 dólares, y casi siempre los comparten con otros.

    También llegan atraídos por economía informal que está instalada en el sector y que les permite pellizcar unos cuantos dólares “haciendo el semáforo” (vendiendo caramelos, frutas, empanadas o tabacos los conductores en los semáforos), o trabajando como “caleteros” o cargadores en el Mercado Mayorista, la mayor despensa de Quito, que también es parte de Solanda.


    El barrio también tiene historias de éxito, protagonizadas por migrantes que tienen negocios propios y se convierten en una especie de embajadores de sus paisanos.

    Las empanadas de los Morris

    Antonio Morris, su esposa Luz Marina y sus tres hijos son parte de esa Venesolanda que lucha por salir adelante. Llevan ocho meses en el barrio y aunque tuvieron mala suerte con la primera casera, que les cobró una cifra absurda por el consumo de agua, ahora viven en un piso que les alquila un ecuatoriano que emigró a Estados Unidos y ha empatizado con ellos.

    Los Morris vivían de lo que Antonio ganaba vendiendo limones en un semáforo, pero ahora venden empanadas a sus paisanos en el Mercado Mayorista. Su rutina empieza a las 3:00 de la mañana, porque las empanadas tienen que estar listas para el desayuno, y termina 12 o 14 horas más tarde cuando venden las 25 o 30 empanadas que preparan cada día.

    Todos meten mano en la empresa familiar, menos el pequeño de la casa que no levanta cinco palmos del piso. Antonio y su hijo de 10 años se ocupan de la venta en la calle, y Luz Marina y su hija de 16 están encargadas de los fogones.

    “Esto es duro, pero cuando quiero desmayar golpeó con fuerza la masa y digo por mis hijos, por el alquiler, por la visa…”, cuenta Luz Marina. Antonio también tiene lo suyo porque los vendedores de comida del mercado lo miran con recelo y en más de una ocasión le han dicho que se vaya a su país. “Sé que estoy trabajando honradamente, por eso siempre les respondo con educación y no dejo que me provoquen”, dice.

    La meta de los Morris es arreglar sus papeles, buscar colegio para sus hijos y abrir un pequeño negocio en Solanda. Todavía no saben cómo alcanzarán este último objetivo, pero ya han decidido el nombre del local: “Las empanadas de la abuela”, porque la idea de hacer empanadas se le ocurrió a la madre de Luz Marina que acompañó a la familia en el viaje a Quito y luego se regresó a Valencia, de donde salieron todos.

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    Luz Marina cuenta la historia y se pone sentimental. Alcanza a soltar un “Dios sabrá”, se santigua y se seca las lágrimas con un trapo de cocina.

    Douglas carga papas a cambio de centavos

    Douglas Romero es parte de la población venezolana que trabaja en la gran despensa de Quito. Dio con el Mercado Mayorista porque otro venezolano le dijo que en el sur de la ciudad había un mercado como el Mercado Mayor de Coche, en Caracas, y que se trabajaba igual. Le aconsejaron ir a la medianoche y empezó cargando frutas y verduras.

    “Vienen camiones pequeños que te llevan por todo el mercado haciendo las compras y te dan unos cinco o siete dólares y el desayuno”, cuenta. De eso ya han pasado seis meses y ahora trabaja de “caletero” en la sección de papas: carga sobre su espalda los quintales de papas que otros compran y recibe 10 centavos por cada bulto. También le ocupan para clasificar o “clasear” las papas por 35 centavos el quintal.

    Según sus cálculos es mejor trabajar allí, aunque literalmente se parta la espalda. Poco antes de dar esta entrevista se ganó 90 dólares por dos días de trabajo en los que tuvo que clasificar 200 quintales de papas y luego subirlos a un camión.

    Este muchacho de 22 años, que no alcanzó a terminar la carrera en su natal Guárico, carga hasta dos quintales de papas en su espalda. “El trabajo es duro, por eso no lo quieren los ecuatorianos, pero nosotros vinimos a trabajar”, dice con una sonrisa en la cara.

    Sus otros dos hermanos mayores también están en Quito y han aparcado sus profesiones para trabajar en fletes de mudanza y en la hostelería. Solo uno de ellos ha conseguido arreglar su condición migratoria y ha conseguido traer a sus hijos. El resto se concentra en trabajar y apartar unos 20 o 30 dólares cada semana para enviar a sus padres en Venezuela.

    El hijo de ecuatorianos que volvió de Venezuela

    Rodolfo Yépez es uno de los primeros venezolanos que se asentó en Solanda. Llegó al barrio porque es comerciante y empezó a ganar sus primeros dólares vendiendo productos de belleza. Pero aunque él se jura venezolano, en papeles es ecuatoriano: nació en Guayaquil y emigró con sus padres a Venezuela cuando tenía dos años. Pero este hecho no cambia lo que él siente.

    “Mi esposa es venezolana, mis hijos son venezolanos, yo me siento venezolano”, asegura. La ventaja de tener papeles ecuatorianos, sin embargo, le abrió algunas puertas, sobre todo, a la hora de emprender. Llegó hace tres años y hace dos abrió una peluquería que lleva el nombre de su último hijo, Sebas.

    No lo hizo solo, contó con su familia y un grupo de amigos venezolanos que decidieron impulsar una opción de autoempleo para ellos mismos y se apoyaron en una organización eclesial llamada Misión Scalabriniana.


    La peluquería ganó fama en el barrio porque auspició a un equipo de basketball, formado por venezolanos y ecuatorianos, que ganaron el campeonato del barrio del año pasado. Este año, el equipo defiende el título y acaba de pasar a semifinal. Cuentan con un profesional del basketball, José Mejía, que jugó 18 años por Venezuela.

    “Es talento venezolano como muchos que han venido a este país”, dice Rodolfo y añade que en el grupo que frecuenta la peluquería hay muchos profesionales, pero casi nadie trabaja en lo suyo.

    Lo peor para los migrantes, a su juicio, es la explotación laboral. “Aquí lo malo es que hay mucho desempleo y se hace duro conseguir algo fijo, hay mucha gente que se aprovecha de eso y explota a los extranjeros. Yo he oído muchas historias, venezolanos que trabajan 15 días o un mes y no les pagan, les dicen que estaban a prueba y ellos no tienen a quién reclamar”.

    Ecuador no es un país para migrar

    El gobierno ecuatoriano en las últimas semanas ha hablado de la imposición de una visa humanitaria para los venezolanos, en sintonía con los países vecinos.

    El canciller de Ecuador, José Valencia, dice que a mayo de este año hay 277,000 venezolanos que viven en Ecuador, pero la cifra real podría superar los 300,000 si se toma en cuenta que muchos pasaron por trochas cuando el gobierno ecuatoriano impuso la obligatoriedad de presentar en frontera el pasaporte vigente y el pasado judicial apostillado. Esta medida duró casi dos meses debido a la apelación que hizo la Defensoría del Pueblo ante la Corte Constitucional.

    Esos mismos documentos, sin embargo, son requisitos para la visa y retrasan el proceso porque no son fáciles de tramitar. Según el canciller, apenas se han expedido 113,000 visas y hay otras 60,000 en trámite.

    Para Javier Arcentales, abogado especialista en movilidad humana, la exigencia de esos documentos es una barrera normativa. “Sabemos de la dificultad que tiene la población venezolana para acceder a su propia documentación, sabemos que la población viaja sin documentos”.


    Otra barrera normativa son las las tasas de pago para las visas o las multas. El costo normal por la visa Unasur es de 250 dólares, pero si la solicitud no se hace en los primeros 180 días de estancia se genera una multa de 788 dólares (dos salarios básicos) que se debe pagar para continuar con el trámite.

    La falta de papeles arroja a los venezolanos a la informalidad, al trabajo en las calles y a enfrentamientos con otros trabajadores ambulantes. También genera explotación laboral. Un estudio hecho en barrios populares del norte de Quito por la académica Daniela Celleri señaló que un 87% de los 3,000 migrantes consultados gana menos del salario básico (396 dólares).

    De eso ya han dado cuenta las organizaciones de migrantes, pero las autoridades no sancionan estas prácticas. Daniel Regalado de la Asociación Venezuela en Ecuador dice que a través de sus redes sociales conocen entre 15 y 20 casos diarios de explotación laboral.

    “La explotación ha sido denunciada ante el Ministerio de Trabajo, pero esta dependencia no ejerce una función sancionadora real, sino mediadora. Al explotado no le dan la razón jamás aunque presente fotos, videos y notas de voz. El explotador se limita a decir que no lo conoce y hasta allí llegamos”.

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