"Mamá, perdóneme por haberle fallado": el emotivo reencuentro entre un hondureño y su madre 10 años después
GUADALAJARA, México.- “Siento que mi corazón late, que se quiere salir de mi pecho”, dice Carlos mientras avanza con un ramo de flores en las manos por una calle de Guadalajara (México). El camino se hace largo ante la espera de llegar al lugar donde se encuentra su mamá, a quien no ha podido abrazar ni dar un beso desde hace 10 años, cuando él era apenas un adolescente y decidió emprender un viaje desde Honduras con el sueño de llegar a Estados Unidos.
Atraviesa un portón negro y el encuentro se da. Carlos mira a su mamá y camina hacia ella. Con la voz entrecortada le dice: “Hola mamá. Yo me salí por usted mamá, quería lo mejor para usted. Perdóneme por haber fallado. Yo me salí para ayudarte a tí, mamá, y no cumplí”.
Carlos Roberto Mejía López tenía 16 años cuando salió con una mochila al hombro y 800 lempiras (34.6 dólares) de Río Chiquito, un pequeño poblado que se ubica al norte de Honduras, con la promesa de llegar a Estados Unidos, trabajar y enviar dinero suficiente para su mamá y sus hermanos. Sin embargo, Carlos nunca llegó a su destino y tampoco volvió a Honduras.
Doris López, la mamá de Carlos, perdió la pista de su hijo un año después de su partida, cuando simplemente dejó de llamarle por teléfono. Lo último que supo de él fue que trabajaba en un estado del norte de México. Así pasaron 10 años, entre la incertidumbre sobre si había sufrido un accidente, perdido la vida o se encontraba bien pero incomunicado.
No fue hasta inicios de 2017 cuando Rubén Figueroa, coordinador del Movimiento Migrante Mesoamericano e iniciador del proyecto Puentes de Esperanza, viajó hasta la casa de Doris para darle noticias de su hijo y este mes de diciembre emprendió un viaje a México con la Caravana de Madres Centroamericanas, por una ruta de más de 1,214 millas (2,000 kilómetros) y decenas de paradas, para llegar a la ciudad de Guadalajara y reencontrarse con su hijo.
“Cuando llegué a Honduras, vi que viven en una situación de mucha precariedad y ella buscaba a su hijo por lo menos en su corazón y en su mente porque la pobreza no la dejaba hacer más allá de pensarlo, soñarlo, llorarlo”, dijo Figueroa.
La travesía desde Honduras que terminó a mitad del camino
Para ver a su mamá, Carlos, quien está a pocos días de cumplir 27 años, también tuvo que tomar los riesgos que implica viajar como indocumentado en territorio mexicano. Si en el trayecto desde el poblado de García, donde vive ahora, en el norte de México, hasta Guadalajara, en el occidente del país, había una inspección migratoria, sería deportado y dejaría solos a su esposa y sus cuatro hijos: Carlos Gregorio, Diego, América y Jairo.
En 10 años, Carlos nunca salió de García. Ese fue el lugar donde encontró su primer trabajo y, tiempo después, formó una familia. Pero también fue el lugar donde quedó incomunicado de Doris.
Días antes del reencuentro, vestido con una chamarra color beige y una gorra negra, Carlos intenta burlar el frío que aún se siente un día después de que una nevada tomó por sorpresa a los habitantes de García al registrar una de las temperaturas más bajas en los últimos años.
“Perdí comunicación con mi mamá cuando llevaba un año aquí porque me robaron el teléfono donde tenía guardado su número y ya no hallé forma de comunicarme”, explica Carlos desde su pequeña casa con techo de lámina, donde solo hay dos cuartos y un pequeño patio en común con otras viviendas.
El maltrato que sufría por parte de su padrastro fue la principal razón por la que Carlos decidió salir de Honduras: “Yo llegué a pensar hasta en quitarle la vida a él, pero sabía que si hacía eso solo me iba a perjudicar yo. Cuando cumplí 16 dije: pues si me voy a enfrentar a mi padrastro, también puedo enfrentar el camino”.
El día de su partida, Carlos solo le avisó a su mamá de la decisión que había tomado y se despidió de su abuelo. Su ilusión, según relata, era llegar a Estados Unidos para ayudar a su mamá, para que no pensara que necesitaba tener un esposo para mantener a sus hijos.
“Yo salí a la aventura, sin un coyote, sin nada. Es un viaje en el que se sufre mucho, de muchas maneras. Pasando Chiapas, al llegar a México, fue cuando empecé a sufrir porque solo comía un pedacito de pan y agua, y a caminar. Pasé todo el viaje caminando hasta Coatzacoalcos”, dijo.
Durante el camino, según cuenta, estuvo a punto de ser asesinado por un grupo de delincuentes, pero fue rescatado por otros migrantes que viajaban juntos en un grupo numeroso. Fue agredido con un machete en la espalda y sufrió algunos golpes en la rodilla.
Carlos tardó alrededor de 20 días en llegar a García. No avanzó más porque el tren se detuvo. Pasó tres días esperando que avanzara el tren, hasta que una persona lo vio, le dio de comer y le ofreció trabajo.
“Lo que quería era un trabajo para ganar un dinero, ganar un poquito más que de donde yo vengo. Del primer trabajo que conseguí le llamaba a mi mamá, pero tiempo después se acabó el trabajo y me tuve que ir. Anduve desconectado de la vida, incomunicado, solo”.
Tres años después conoció a Elsa y ella se convirtió en su única familia. Sin embargo, por su cabeza siempre rondaba la idea de regresar a Honduras y asegurarse que su mamá se encontraba bien. Su plan era esperar a que sus hijos tuvieran la edad suficiente para que lo recordaran si es que no podía regresar después. Mientras sus hijos crecían, comenzaban a preguntarle si tenía mamá o papá, dónde vivía su familia, por qué no lo visitaban.
“Goyito, el más grande, me decía, yo quiero ver a mi abuelita, cuando la vea la voy a abrazar. Otras veces se la pasa preguntándome si ya va a llegar su abuela porque ya se tardó mucho”, dice Carlos.
Para él, haber perdido el número telefónico de su mamá representa haber perdido un invaluable tiempo de vida porque pasó mucho tiempo durante estos 10 años imaginando y fantaseando sobre cómo estarían su mamá y sus hermanas.
Actualmente Carlos trabaja por las noches, en una fábrica que se dedica a hacer blocs para construcción. Durante el día ayuda a su esposa Elsa a cuidar a los niños.
“Yo creo que sí valió la pena haber salido de Honduras, porque ahora que me encuentro con una esposa, con mis hijos, yo digo que sí valió la pena. No sé qué hubiera pasado si me hubiera quedado en Honduras”, dijo.
Un viaje para sanar y alimentar la esperanza
A inicios de 2017, Rubén Figueroa viajó hasta Río Chiquito para verificar los datos que Carlos le había dado sobre su mamá, entró a la casa de Doris y le enseñó una fotografía de su hijo. Ella lo reconoció, aunque, asegura, cambió bastante en los últimos 10 años.
“Yo extrañaba mucho a Carlos, y luego con tantas cosas que uno oye, de que los matan, una se pone mal. Cuando él se fue era puro llorar y llorar. Pasaron días que yo lloraba, solo una como madre siente tanto por los hijos, nadie más”, dice Doris mientras mira a Carlos durante la entrevista.
Catalina López, una mujer guatemalteca que viaja con la Caravana, fue quien se encargó de dar ánimos a Doris durante el viaje. Cuenta que tenía mucha angustia sobre lo que pasaría cuando viera a su hijo, decía que en su casa había mucha pobreza y se sentía culpable por haber orillado a su hijo a irse.
“Ellas tienen mucha tristeza dentro, es lo que más se visibiliza, pero esa tristeza también tiene una mezcla de mucha esperanza que da la Caravana", dice. Historias como la de Carlos y Doris " alimenta a las mamás para pensar que también van a encontrar a sus hijos". "A pesar de todo lo que se está viviendo, siempre está viva esa llama de esperanza”, incide.
Durante el viaje que dura poco más de 20 días, Catalina se encarga de ayudar a las mamás a entender que la culpa no es de ellas, tampoco de sus familiares. Su situación es, asegura, consecuencia de un sistema que obliga a las personas con menos recursos a salir de sus hogares.
Ella es integrante de la organización ECAP (Estudios Comunitarios para Acción Psicosocial) donde brindan atención a migrantes y sus familias. Este año se sumaron al Movimiento Mesoamericano Migrante para dar un paso más adelante y contribuir en la búsqueda de personas desaparecidas.
“Durante la caravana, en todos los puntos que pasamos, las madres ven con sus propios ojos el peligro al que se enfrentaron sus hijos durante el camino. Es algo muy fuerte para ellas pensar en eso. Pero también es un espacio de empoderamiento para que juntas podamos exigirle al gobierno una respuesta sobre lo que está pasando con la migración. Hemos demandado esa militarización porque ahora los muros están en el sur de México, desde la implementación del Plan Frontera Sur”, dijo.
Ahora que tiene a su hijo, Doris dice sentirse entusiasmada por saber que tiene cuatro nietos, pero asegura que ahora Carlos tiene que criarlos y trabajar duramente.
“Ahora que ya estamos juntos. Me gustaría que arreglara sus papeles, para que pueda ir a nuestro país y regrese sin problemas a estar con sus hijos”, dijo.
El reencuentro entre Doris y Carlos se dio gracias al Proyecto Puentes de Esperanza, que forma parte del Movimiento Migrante Mesoamericano y lleva 13 años de acompañar a las caravanas de madres de migrantes desaparecidos que buscan a sus hijos en territorio mexicano. La iniciativa consiste en documentar los casos de migrantes que ya residen en México y necesitan que alguien viaje a Centroamérica para notificar a sus familias que viven.