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    "Este calabozo me quitó todo. Todo lo que tengo son las FARC": el preso más antiguo de la guerrilla sale en libertad

    Jorge Augusto Bernal Romero, alias Robinson 22, es el guerrillero de las FARC que más tiempo pasó en la cárcel. El pasado 24 de mayo salió en libertad condicional, gracias a la ley de amnistía aprobada en diciembre de 2016. Por primera vez cuenta su historia, dentro y fuera de prisión.
    1 Jul 2017 – 03:27 PM EDT
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    BOGOTÁ, Colombia.- Lo importante es tener una rutina. Llevar el compás en una casa de locos. Uno se levanta con el impacto de las llaves contra las rejas. Se lava mientras oye los primeros gritos. Empieza a trotar sobre sus propios pasos y sigue escuchando golpes en las paredes, gente aullar. En 15 minutos, llega el desayuno, siguen las patadas y los bramidos. Terminas de comer y no hay nada más que hacer hasta la noche. Solo mirar el cielo por una reja en el techo y seguir respirando a ritmo constante y esperar. Ejercicio. Inhalar, exhalar. Lectura. Respirar tranquilo. Esperar.

    Fueron 3,263 días con sus noches los que pasó en el calabozo. Nueve años en los que durmió más tiempo del que pasó despierto. Casi la mitad de los que pasó entre rejas en total.

    —Si uno es inmaduro y corto de espíritu, se deja ir.

    Pensar en el sentido de las FARC fue la disciplina de Jorge Augusto Bernal Romero, de 47 años, para no matarse durante 23 años, un mes y 15 días que contó uno tras otro. Con eso, logró el empeño para apartar la colchoneta y ponerse a hacer flexiones de pecho y abdominales, estudiar y hacer alguna artesanía. Los presos se ahorcan por aburrimiento, porque los dejó la mujer, porque los acaban de condenar a 40 o 50 años, cuenta. Al que sigue vivo le toca ayudar a bajar a los compañeros colgados. El que no se cuelga, se corta las venas, el que es loco, se mete la cuchilla en la yugular de una vez. Al pasillo de los calabozos lo llaman terapia de locos. Él ha visto de todo.

    —Allí es mejor no soñar.

    Bernal Romero fue el preso más antiguo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), o así consta en los archivos de las autoridades carcelarias colombianas. Solo desde 2001, tiene un expediente en cuatro tomos que ocupa más de medio metro en las oficinas de la cárcel de Chiquinquirá. El resto, acusaciones, sentencias y condenas desde 1994, envejece en el Archivo General de la Nación. El 24 de mayo de este año salió en libertad.

    Robinson 22, como se hace llamar desde que entró a la guerrilla con 15 años, cada día publica en Facebook una nueva primera foto: su primer gesto de victoria en la calle, la preparación de su primer almuerzo, su primer sueño en una cama decente, su primer vuelo en avión, el primer abrazo con un viejo compañero.

    —En este momento estoy disfrutando de la libertad, del paisaje, de la pureza, del río y de la naturaleza—, explica en un mensaje de Whatsapp desde una de las zonas de desarme de la guerrilla en el centro del país. — Me presenté donde me tengo que presentar, donde la familia nuestra. Nosotros somos de aquí y aquí tenemos que estar. Y esperando unos días a ver si puedo ver a la familia de sangre.

    Desde que la aprobación de la ley de amnistía a finales de diciembre, unos 900 guerrilleros han abandonado las cárceles de todo el país, según datos oficiales. Unos indultados o amnistiados, los que tienen solo delitos políticos. Otros, como Robinson 22, en salieron libertad condicional o trasladados a las áreas de transición para los rebeldes, a la espera de rendir cuentas ante los tribunales de paz. Mientras se ultima el desarme total, hay todavía otros 2.700 por salir.

    Los acuerdos de paz suscritos por el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC establecen que quienes contribuyan a la verdad para reparar a las víctimas, pagarán un máximo de ocho años de penas alternativas a la cárcel. Pero como él pagó ya más de dos décadas entre rejas, asume que su deuda está saldada. Las excarcelaciones de algunos rebeldes, especialmente las de los guerrilleros famosos por su participación en atentados o secuestros, han creado ya polémica en Colombia. Pese a que la confianza en el desarme efectivo de la guerrilla fue aumentando a lo largo del proceso de paz, las heridas de la guerra son todavía difíciles de sanar.

    En la cárcel, Robinson 22 peleó con esmeralderos, intentó escaparse cuatro veces y mató a un paramilitar. Sobrevivió a la cárcel por fe.

    “Tienes que ser un buen comunista como tu papá y como tu mamá”, cuenta Bernal que le dijo Manuel Marulanda, fundador de la guerrilla y su máximo líder hasta su muerte en 2008, cuando él era apenas un niño.

    —Esto a uno lo enamora.

    Bernal creció en los páramos del Sumapaz. Vio llegar marchas de campesinos hacia las tierras de Marquetalia. Marulanda fue como un segundo padre. Jacobo Arenas, fundador ideológico de las FARC, su líder político. Su verdadero padre siguió a la insurgencia hasta que quedó malherido y su madre, entró al Partido Comunista. Más tarde, su hermano mayor entró a la guerrilla. Parecía que no había camino más natural para él.

    Bernal fue responsable de las finanzas del frente 22 de las FARC hasta su captura, a mediados de los 90. Eso significaba que debía conseguir recursos para el mantenimiento de la tropa, la logística, la atención de los enfermos. Y la hacía a través de “retenciones económicas”, del cobro de impuestos de guerra, golpeando las cajas agrarias, los bancos cafeteros y las entidades del sector económico del país.

    —En esa época no íbamos finca a finca. Se fijaba un objetivo que tuviera harta plata y se le pedía el impuesto a la guerra, y si no lo pagaba, lo reteníamos hasta que diera la plata. Así de sencillo.

    Bernal tiene cargos por terrorismo, secuestro, porte ilegal de armas, rebelión, falsedad documental. Su historia en la cárcel empezó con una fuga por la puerta grande, en 1990, la única exitosa de su vida, unos meses después de haber caído preso. Se lo llevó la Policía y empezaron a torturarlo. Le arrancaron dos uñas y le quemaron con la punta de un cigarrillo las plantas de los pies para sacarle información sobre sus compañeros y sobre las cuentas de la guerrilla, sigue contando. Pero no habló. Y ahí empezaron las vueltas: La Modelo, La Picota, Cómbita, La Dorada, Valledupar, Popayán, Girón, Manizales, Coiba y, finalmente, Chiquinquirá.

    Todo esto lo cuenta entre una visita a la cárcel y varias llamadas desde su celda en una prisión helada a dos horas de Bogotá. Las conversaciones se cortaban de repente cuando llegaba un guardia o se le acaba la batería. Unas semanas antes de las entrevistas, un cortocircuito dejó sin electricidad al edificio y obligó a los presos a cargar sus teléfonos con una pequeña planta hecha con pilas doble A. Las paredes, gruesas, acumulan humedad.

    Unos 300 presos entre guerrilleros, milicianos y civiles detenidos por colaboración con los rebeldes esperaron desde octubre con las maletas hechas para salir de Chiquinquirá, el centro donde fueron reunidos para ir otorgándoles la libertad con la implementación de los acuerdos de paz, que comenzó a principios de año.

    —Desde aquí es muy fácil volarse, pero los compañeros del secretariado nos lo prohibieron porque íbamos a joder las negociaciones —decía Bernal en diciembre desde la cárcel, mirando a su alrededor: un pasillo que parece un callejón de barrio, con la ropa de la lavandería secándose en cuerdas. Fueron siete meses aguantándose las ganas.

    Como muchos guerrilleros, con el discurso de las ansias paz, pone cara de que están juiciosos, de que estudian los puntos acordados en La Habana, de que en esa cárcel, juntos, los guerrilleros están mejor que nunca. En 1997, cuando llevaba tres años en La Picota, una de las cárceles más cerradas de Bogotá, consiguió cambiarse por un indigente que había aceptado quedarse en su celda a cambio de seis millones de pesos por cada mes que pagara preso. Los guardias lo pescaron cuando ya estaba en la calle, respirando la victoria y a punto de subir a una furgoneta que lo iba a llevar de regreso a la selva, disfrazado de abogado. Fue la única vez que ha usado corbata. En 1999, en La Modelo, otra de las grandes prisiones de Bogotá, después de meses de planificación y de construir un túnel que camuflaron con un puesto de empanadas y arepas de chorizo, casi se ahoga con las aguas negras.

    —Yo iba de primero y estaba tan gordo que quedé atorado. No iba ni pa'lante ni pa'tras. Tuvieron que amarrarme los muchachos una cuerda a los pies y jalarme para adentro. Se fueron 22 y yo me quedé.

    En su metro setenta, amasaba más de 120 kilos.

    Un día en 2002, cuando ya había escalado la pared de la cárcel de Valledupar, a la que llaman el Guantánamo de Colombia, Garavito, un violador de niños repudiado en el país, lo delató. Pegó un grito y los guardias empezaron a perseguirlo.

    —Le metí dos arponazos en la nalga y me metieron tentativa de homicidio y 34 meses en el calabozo.

    Ahí el encierro fue el peor, el del hueco en el techo para ver el cielo. Almacenaba en tarritos viejos de aceite el agua que la guardia repartía a primera hora de la mañana. Con eso se bañaba y tomaba sorbitos durante el día mientras el inodoro se quedaba semanas sin vaciar, fermentando por el bochorno de la costa caribeña. El hacinamiento de las cárceles es uno de los problemas más urgentes en materia de derechos humanos en Colombia, según el Comité Internacional de la Cruz Roja, que considera preocupante la salubridad en las celdas.

    Cuando llovía demasiado, se le inundaba el camarote. Por aquel entonces ya había bajado de peso —perdió 30 kilos en dos meses. La guerra con los paramilitares había pasado de las calles a las cárceles, que se habían convertido en campos de batalla. “La guardia estaba para vigilar que no nos voláramos”, explica Bernal. Había una puerta blanca que separaba a guerrilleros y paramilitares: “Quien la pasada, lo mataban”. Fue ahí donde abatió a tiros a Ángel Gaitán Mahecha, hombre clave del paramilitarismo en los llanos del centro colombiano y socio del esmeraldero Víctor Carranza. Desde el principio, aceptó los cargos. El homicidio le valió otra condena de 20 años, que se sumaba a los 60 que acumulaba y que le quedaron en 36 con rebajas y reformas penales.

    —El Mono (Jojoy, jefe de las FARC hasta 2010) nos ayudó mucho con eso, cuando le avisé de la guerra en la cárcel, me mandó 50 pistolas nuevitas y dos sacos de explosivos. Aprovechábamos la corrupción como podíamos y hasta andábamos con escolta dentro de la cárcel. Maté a Gaitán porque los Castaño y los paramilitares del Urabá habían mandado pagar 50 millones de pesos por cada canjeable muerto en la cárcel. Y yo estaba en esa lista.

    Los canjeables eran presos de valor para la guerrilla que los rebeldes exigían excarcelar a cambio de la liberación de ciertos secuestrados. Tampoco así logró salir.

    Desde el principio, aceptó los cargos. El homicidio le valió otra condena de 20 años, que se sumaba a los 60 que acumulaba y que le quedaron en 36 con rebajas y reformas penales.

    Desde esa época se habla de los enfrentamientos de la cárcel de La Modelo de Bogotá, que dejaron un centenar de desaparecidos —picados, descuartizados y arrojados a las cañerías de la prisión, según testimonios de los mismos paramilitares desmovilizados. “Había 15-20 muertos cada tres días”, recuerda Robinson. Para frenar la sangría, los guerrilleros y paramilitares fueron dispersados en distintas cárceles, pero con el tiempo se reencontraron en otro centro: Cómbita.

    “Llegamos revueltos con los que habíamos peleado en Bogotá. La guardia decía que teníamos que vivir como hermanitos”. La guerra continuó. Pasaron de los fusiles y las granadas a cuchillas y puntas. “Nos matábamos con lo que encontrábamos”. Ahora Robinson se ríe de esos tiempos, pero con la segunda condena, pensó que no volvería a pisar la calle.

    —Lloré, huevón... me dediqué a leer como un hijueputa. Me leí la Biblia como si fuera un libro. Carlomagno, Tolstoi, García Márquez... usted en el calabozo lee lo que le caiga.

    También leyó a otros presos, al republicano español Marco Ana, al uruguayo Mauricio Rosencof y a Nelson Mandela.

    —Esa lectura me fortaleció para aguantar más estos años. Yo decía, si Mandela pudo aguantar 28 años, ¿por qué yo no?

    Luego regresaron las negociaciones de paz, tantas veces fracasadas hasta entonces. La incredulidad fue convirtiéndose en optimismo y ya cuando todo estaba amarrado, el secretariado de la organización lo invitó a participar en la X Conferencia, la última que la guerrilla celebraría armada, si se cumplía todo lo acordado. Lo consideró un premio por los años de resistencia y fidelidad.

    Fue su primera vez al aire libre en dos décadas. Saludaba a quien se cruzara. Contaba su historia a quien le mostrara curiosidad y bailaba por las noches en los conciertos que desviaron la atención del evento, supuestamente organizado para marcar las pautas del partido político que formaría la guerrilla. Todavía hoy, a las puertas del plazo para la disolución de la guerrilla como grupo armado, la confusión sobre su futuro es enorme, especialmente después de que la Corte Constitucional suspendiera recientemente un mecanismo rápido que permitía al Congreso aprobar las leyes de implementación del acuerdo de paz prácticamente sin debate.

    En ese tiempo, la familia fue muriendo o emigrando. Su hermano cayó en combate a los pocos años de entrar a la guerrilla. Luego cayeron los jefes: Marulanda, el Mono Jojoy, Alfonso Cano. También su padre, una tía. La última fue su madre, en la Navidad de hace dos años. Su hija mayor se fue a Canadá. La menor, estudia en algún lugar de Colombia que no desvela “por seguridad”. Por esa misma razón tampoco la vio por años. De los 300 presos que permanecen en Chiquinquirá, uno o dos reciben visitas durante la semana. A lo sumo, llegan pocas decenas de visitantes a la semana. La mayoría de rebeldes no tienen quién los reclame o pertenecen a familias pobres que no pueden permitirse llegar a la capital .

    —Aquí no se puede decir feliz cumpleaños, porque qué cumpleaños va a pasar uno. Este calabozo me quitó todo. No pude enterrar a nadie. Ya no tengo familia, todo lo que tengo son las FARC.

    Ahora, Robinson espera órdenes para integrarse al partido que formará la guerrilla. Uno, en la cárcel, está en manos del enemigo. Por eso, se aferra a los suyos.

    En diciembre, en la cárcel de Chiquinquirá, parecía un entrenador de rugby a punto de empezar el partido. Con una sudadera marrón del Che cogió el micro. “Hasta la victoria siempre”. Cientos de guerrilleros lo coreaban puño en alto. “La revolución vive”, repetían. “Somos ejército del pueblo”. “Viva Jacobo Arenas”. “Viva Marulanda..,”.

    —Cuando uno tiene los principios claros y su convicción firme, no doblega. No me arrepiento de nada. Guerra es Guerra. La lucha me salvó.

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