El perdón de los desplazados: la aldea colombiana que perdonó a sus verdugos

MAMPUJÁN, Colombia. - Los mamones cuelgan del árbol en forma de alveolos. Son pegajosos, como el calor tropical que empuja el maíz, el ñame, la papaya.
–No te limpies las manos con la camisa– advierte Juana Alicia Ruiz– porque las manchas no pueden quitarse.
A las espaldas de la plaza central de Mampuján, donde la hierba se lanza anárquica al cielo y las ramas de los árboles se agitan, corre un arroyo cuyas aguas no limpian ni la baba de los frutos ni los recuerdos que guarda el tiempo: el pueblo entero fue expulsado por un grupo de paramilitares.
–Pero no queremos mostrarlos como unos monstruos que hicieron daño, aunque hicieron mucho, sino como seres humanos que se creyeron con el derecho a vengarse. Y esa venganza fue hacia mucha gente–, dice Juana Alicia, líder comunitaria de esta pequeña aldea afrocolombiana en las faldas de los Montes de María, en el departamento de Bolívar ( Colombia).
Edward Cobos Téllez, alias ‘Diego Vecino’, y Uber Enrique Banquez, alias ‘Juancho Dique’, eran los de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) –grupo paramilitar de extrema derecha financiado por empresarios– que habían liderado el desplazamiento forzoso de las 245 familias de Mampuján el 10 de marzo del 2000. Durante el proceso judicial en el año 2010 en Bogotá, donde fueron condenados a ocho años de cárcel por este delito, uno de los representantes de la comunidad se acercó a ellos, los abrazó y les regaló una biblia a cada uno. Los miró a los ojos y les dijo: “No entiendo qué tenían en la cabeza cuando cometieron ese crimen. En mi tierra no le apostamos a más guerra: el que está enfermo es el que no puede perdonar”.
Dos años después, ambos jefes paramilitares acudieron al nuevo Mampuján, el territorio que la comunidad había fundado monte abajo, en el marco de Ley de Justicia y Paz a la que se habían acogido. La ley, del año 2005, prometió no castigar a 30,000 guerrilleros y paramilitares con la severidad de la justicia ordinaria a cambio de colaboración, el reconocimiento de los hechos y el perdón. Al llegar a Mampuján, los criminales esperaban encontrarse una comunidad cargada de ira por haber sido arrancada de su tierra, de sus vidas. Pero a la hora del almuerzo, Sixta Tula, una de las vecinas desplazadas, colocó una mesa envuelta en un mantel blanco y dos sillas para que ambos comieran. A ellos se les saltaron las lágrimas.
–¿Y se arrepintieron?
–Si se arrepintieron de verdad solo lo saben ellos, pero nosotros sí les perdonamos– confiesa, aliviada, Juana Alicia.
A Diego Vecino, los tribunales le atribuyen 70,000 desplazamientos y 2,000 crímenes, además de secuestros y varias masacres, mientras que Juancho Dique confesó 565 crímenes entre los cuales está la masacre en Chengue, donde mataron a golpes a 27 campesinos.
Solo en el municipio María La Baja, donde el viejo Mampuján se ahoga entre matorrales y el nuevo Mampuján respira tristeza, fueron desplazadas 17,500 personas entre 1997 y 2010 por las AUC. María La Baja es un municipio de la región Montes de María en la cual la violencia alcanzó niveles desconocidos: el número de desplazados aquí es cinco veces más que en los departamentos aledaños de Sucre y Córdoba.
Las narraciones de los sucesos que ambos dirigieron en la región se hunden en lo macabro. Según cuentan, los paramilitares, fusil y cuchillo en mano, mataron, amenazaron, decapitaron, violaron, colgaron a las víctimas de los árboles, arrasaron casas y jugaron al fútbol con las cabezas cortadas de los habitantes. En Mampuján aún se preguntan por qué tanta atrocidad, aunque Juana Alicia sugiere una idea: “Detrás de cada hecho violento hay un niño asustado”.
La historia personal de los líderes del desplazamiento se conoció más tarde, cuando los paracos (paramilitares) se desmovilizaron el 14 de julio del 2005 y rindieron versiones libres de los hechos durante el proceso judicial, en los años 2007 y 2008. Juancho Dique fue maltratado por su padre y Diego Vecino, víctima de los guerrilleros, perdió a un tío, lo secuestraron dos veces y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) le incrustaron una bala en el cráneo. Antes de regresar a la vida civil, Dique era líder del frente Canal del Dique y Diego Vecino, comandante del Bloque Héroes de Montes de María.
–¿Y para ti son héroes?
–No, por favor, cómo voy a creer eso–, dice Juana Alicia, y suelta una carcajada–. Son asesinos.
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El nuevo pueblo de Mampuján es un territorio de calles en carne viva a cinco kilómetros de la aldea original. Más de cien familias viven en casas de paredes firmes y maquilladas desde que se instalaran en 2002 en un lugar bautizado como Rosas de Mampuján, pero el único perfume que llega a esta finca de seis hectáreas que donó el sacerdote Salvador Mura es el de la nostalgia. Los viejos quieren regresar.
–Era un pueblo muy próspero: todos sembraban y, aunque el precio de los productos del campo es inestable, yo digo que se vivía bien– cuenta Gledis López, 46 años, antes campesina y ahora cocinera en un restaurante precario–. Yo plantaba yuca, ñame y maíz en un terreno prestado y vendía la guayaba. Hasta el 10 de marzo.
–¿Cómo fue ese día?
–Comenzó como un día normal, común y corriente –explica–, pero hacia las cinco de la tarde los paramilitares cercaron el pueblo por las montañas, el arroyo y los alrededores. Entraron por la carretera y nadie podía escapar. Visitaron las casas e invitaron a una reunión, a las seis y media, en la plaza del pueblo. El propósito era matar a los pobladores porque decían que éramos colaboradores de la guerrilla: la orden era quemar las casas y cortar cabezas para jugar al fútbol en la plaza. Estuvimos esperando a que pasara algo. Después nos dijeron que si sabíamos lo que había pasado en El Salado y que iban a hacer lo mismo con nosotros.
Tres semanas antes y comandado, entre otros, por Juancho Dique, los paramilitares asesinaron en El Salado al menos a 66 personas en una de las acciones más sanguinarias en la historia de Colombia. En Mampuján, una tranquila población custodiada por la vegetación, sabían qué significaba eso. Los 150 paracos dividieron en la plaza a los hombres y las mujeres, que empezaron a gritar, desesperados. Los iban a matar.
–Estuvimos hasta la noche allí porque sabíamos que de la mano del hombre no dependía el hecho de librarnos–, recuerda Gledis, una mujer convertida al cristianismo evangélico que confió su suerte al cielo–. Estuvimos esperando a que Dios hiciera algo.
En Mampuján solo encuentran una explicación divina a lo ocurrido. Según cuentan, de repente, los vecinos empezaron a cantar y el cielo a palidecer mientras una hilera de nubes se asomó de la luna. Dicen que el pueblo se envolvió en un brillo que caía de las colinas y alcanzó a los habitantes, que contemplaban el milagro ante los ojos confusos de los hombres armados. Los habitantes, aseguran, vieron un círculo de ángeles dándose la mano.
Entonces, los paramilitares recibieron una llamada: no asesinen a nadie. Les dijeron que a la mañana siguiente debían de abandonar Mampuján y secuestraron a siete hombres que el pueblo dio por muertos. Al amanecer, liberaron a los siete vecinos y las 245 familias comenzaron el éxodo monte abajo. Los paramilitares habían secuestrado a los vecinos para que los guiaran hasta Las Brisas, donde aquel día asesinaron y colgaron de un tamarindo a once habitantes. Mampuján se libró de las muertes, pero no del destierro.
Entre las construcciones del nuevo Mampuján hay ahora una carnicería sin carne, una tienda de dulces y cuatro calles de tierra que atraviesan el pueblo: la carretera de un extremo, la nada del otro. Entre medias, hay miedo, una vida que ya no es suya, un contenedor que hace de cuartel de policía, un campo de fútbol que no lo parece y una iglesia con sillas de plástico, guitarras eléctricas y congas. Alexandra Valdés, 38 años, es la líder religiosa.
–Al pastor de Mampuján lo secuestraron y dijo que tenía miedo. Después estuvo mi esposo, pero ahora me toca a mí– aclara Alexandra mientras camina, con paso trastabillado, hacia el templo, de un color verde fluorescente.
La congregación, llamada Iglesia de Puertas Abiertas, está formada por 78 mujeres, 24 hombres y 50 niños. Todo empezó, aclaran, con un milagro que recibió una vecina: el pueblo comenzó a convertirse al evangelismo, pero a Mampuján aún le esperaba su condena más severa.
Primero el desplazamiento, después la marginación en los dos años que vivieron en María La Baja –en albergues, en la casa de la cultura, en un prostíbulo– por el estigma de ser desplazado en un país donde siete millones comparten esa condición. Más tarde vino el perdón.
–En Colombia hablamos mucho, pero necesitamos que nuestro corazón se sane–, reflexiona Alexandra en el interior del templo, donde el aire abrasa.
Alexandra vivió en San Cristóbal, al norte de Mampuján, hasta los diez años, cuando huyó por el acoso de los guerrilleros de las FARC que masacraron a decenas de personas:
–Yo tenía ocho años y vi matar a algunos en la misma plaza: los ponían allí y mandaban decir: “¡Viva la guerrilla”. Llegaban y mi abuela se asustaba mucho. Le pedían un vaso de agua y al llegar con él, el vaso estaba vacío: se le había caído por el temblor.
La pastora se unió a su madre en Mampuján, donde vivía junto su segundo marido, Julio Velázquez Gregorio, un comerciante de maíz y frutas. Lo que le pasó se convirtió en el preludio de lo que sucedió en el año 2000, el primer éxodo de Mampuján y el segundo de Alexandra. Julio fue asesinado a primera hora de la mañana por guerrilleros el 3 de junio de 1999 en la vieja aldea, acusado de ser un chivato del ejército. Cuando lo enterraron el día después, el cuerpo estaba dañado: la policía no se atrevió a subir hasta el mediodía y el cadáver había estado expuesto varias horas bajo el sol abrasador.
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La sentencia del Tribunal Superior de Bogotá del año 2010 que recoge la condena a los jefes paramilitares indicó que el desplazamiento había resquebrajado el tejido social de Mampuján, herido la identidad cultural, destruido los grupos familiares, infundido miedo a los habitantes y había estigmatizado a los habitantes por ser colaboradores de la guerrilla.
Mampuján viejo, encajado en un valle, era un cruce de caminos estratégicos entre varias comunidades, por lo que varios grupos armados ilegales, las FARC y las AUC entre ellos, pronto se establecieron. El contrabando, el narcotráfico y el traslado de armas en la región dejaron a la aldea expuesta a la disputa del territorio. Y sus habitantes estorbaban. Aunque desde los años setenta había campamentos guerrilleros en los Montes de María, Mampuján lo supo en el verano de 1990, cuando unos niños vieron huellas en el río y lo anunciaron: “Ya están aquí”.
Hasta entonces, su presencia apenas se asomaba en rumores, leyendas y conjeturas en una aleación de miedo y curiosidad. El bloque 37 de las FARC empezó a internarse en la aldea para intercambiar cosechas, beber o llamar por teléfono desde el puesto de Consuelo Hidalides. Era su centro de abastecimiento y, a partir de 1998, el bloque Héroes de Montes de María reforzó sus acciones contra la guerrilla. La lucha por este corredor de tierras, del que expulsaban a campesinos para dominar la zona, se confabuló con la ausencia estatal hasta concluir en la expulsión.
En su huida, los habitantes dejaron sus pertenencias, sus campos y los animales. El fuego cruzado entre el ejército, la guerrilla y los paramilitares durante los meses siguientes fulminó la idea de regresar al pueblo; por si había dudas de regreso, se unió el escándalo de los falsos positivos: en Mampuján recuerdan cómo el ejército montó guardia en la carretera y se llevó a varios muchachos. Uno de ellos, vestido de militar, apareció muerto y presentado como baja de combate.
Poco a poco, los campesinos fueron a cosechar las tierras que habían dejado atrás, pero regresaban al caer la tarde. La aldea enmoheció y los tejados comenzaron a caerse, las paredes a derrumbarse, las hierbas envolvieron la iglesia, el colegio, la plaza; Mampuján fue envejeciendo hasta convertirse en una ruina, pero Julia Ramírez quiso contemplarlo.
–No saqué nada porque pensé en volver rápido. A los tres días de huir empecé a venir y pasar el día con mi hijo y mi esposo. Nada más que en la casa: así estábamos– explica en su nueva vivienda del viejo Mampuján–. Aunque este pueblo está solo, me siento feliz.
Al principio, fueron las mañanas y las tardes; después, también las noches. La ley de Víctimas y Restitución de Tierras del año 2011 fue el impulso final. En junio del año 2012, 36 personas solicitaron reparación mediante tres demandas colectivas para recuperar 42 propiedades, que se convertían en las primeras víctimas del país reconocidas por la ley. Entre otras medidas –simbólicas y materiales–, la ley destinaba 15 millones de pesos para reconstruir las viviendas. Muchas fueron levantadas en el nuevo Mampuján y en el camino descascarillado hacia el monte, pero cuatro familias decidieron que su hogar era el viejo Mampuján. Julia no contemplaba otro lugar:
–Siempre le pedí a Dios que me permitiera vivir aquí.
El 19 de octubre del 2014, esta resistente entró a vivir a la casa junto a su familia, situada sobre las ruinas de su anterior vivienda. No tienen luz, ni agua potable, solo silencio y un cielo impoluto que arropan los cerros del pueblo. Lo demás son caminos empachados de vegetación y ruinas. Desde el patio donde las gallinas picotean, Julia levanta la vista y señala hacia los montes donde el 10 de marzo aparecieron las sombras de los paramilitares. Es muy difícil olvidar. Ahora solo baja al pueblo los sábados, a la iglesia. La multitud le agobia.
–Cuando salía a la calle y escuchaba una moto– sostiene– me asustaba. Vivía sobresaltada y lo purgué a través de la costura.
–¿Y de Dios?
–Primeramente: yo confiaba en Dios; en el hombre, no.
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Como un árbol trasplantado, los habitantes de Mampuján quisieron echar raíces firmes. Al inicio respiraron por inercia, entre el desprecio de los habitantes de María la Baja y el desaliento al ver que los cinco kilómetros que los separaban de su aldea se alejaban más. Cuando clavaron sus palos y telas en los terrenos que cedió el cura, la comunidad tenía el pulso débil. Se empezaron a reunir y buscar soluciones de una estancia que cada día parecía menos provisional.
–Dijimos que las mujeres no nos sentíamos identificadas con los hombres–rememora Juana Alicia, la líder comunal–. Las mujeres estábamos siempre a un lado y nos sentíamos apartadas. La lucha empezó en el hogar.
Un año después, Juana Alicia creó la asociación Vida Digna y Solidaria con la ayuda de Ricardo Esquivia Ballestas, director de Sembrando Paz. Ricardo impulsa decenas de proyectos en varios lugares, llevando el espíritu pacífico y de reparación a un país ensangrentado. A Mampuján le prometió su ayuda, que llegó en forma de atención psicológica y de Teresa Geiser, una mujer que había trabajado con víctimas de El Salvador.
Teresa quiso reproducir el mismo sistema a través de una técnica terapéutica que consistía en bordar figuras geométricas en piezas de tela. De las 40 mujeres que comenzaron el taller, pronto desertaron 25: se sentían ajenas a aquella técnica conocida como quilting. Alguien, entonces, dijo que las mujeres debían de sentirse involucradas en lo que estaban haciendo, quizá bordando algo real. Por ejemplo, lanzó una mujer, “personitas”.
Teresa respondió: “Eso existe y se llama cuentahistorias”.
Las mujeres empezaron a bordar en un tapiz aquellas cosas reales. Primero bordaron las montañas, el sol, la luna, los brazos de los ángeles que vieron el 10 de marzo. Comenzaron a deshacerse en lágrimas, convulsionar del dolor. Se reunían en la iglesia y siguieron bordando: la carretera negra del éxodo, como una lengua de carbón; los dos arroyos de Mampuján. Tejieron el pelo nevado de Rosina, de 96 años, que lloraba y caminaba mientras Mampuján se disolvía detrás y los vecinos llevaban a su marido en una hamaca improvisada de palos.
Y así, con el látigo del recuerdo y un chaparrón de lágrimas, pintaron con agujas Día de Llanto, el primer gran tapiz de dos metros de largo y metro y medio de ancho que empezó a disecar la tristeza. Después vinieron más, y la pena se fue derritiendo. Profundizando en el éxodo de esta comunidad negra, también hurgaron en el primer éxodo de sus ancestros, la esclavitud, y nacieron ' Subasta', ' Vida cotidiana del cimarrón' o 'Africa, raíz libre'.
En el año 2015, las tejedoras de Mampuján fueron reconocidas con el Premio Nacional de Paz por su iniciativa de los telares y la insólita capacidad de perdón y reconciliación tres lustros después de la tragedia. Hoy siguen tejiendo en pequeños tapices que venden ya sin trauma. Rosalina Ballesteros, 50 años, teje en la entrada de casa mientras el calor le arranca perlas de sudor del cuerpo.
–Aquí irá una persona parada y un pescadito que voy a hacer. Esta es una canoa y esta mujer ya compró el pescado. Estos se están bañando y los niños están alcanzando la guayaba. Estos se bañan: también es típico–, describe Rosalina mientras el tapiz, a medio completar, se le hunde en el regazo.
Pero en Mampuán nuevo no hay pescados, ni niños alcanzando guayabas. Tampoco hay ríos ni canoas. ' Despedida de restitución de tierras', como llamará al telar, habla del pasado.
–Siempre de Mampuján viejo...
–Ya no me remueve porque está sanado –desgrana, alegre–, aunque a veces se siente nostalgia. A veces vamos para allá, como si fuéramos a Cartagena. Se siente nostalgia, pero no tristeza.