La Taierea Porcului: una tradición rumana de Navidad

Por: Andrea Tejeda
Conocí a Laurentiu a menos de 30° F dentro de un cobertizo. Me había repetido a mí misma que no debía interactuar mucho con él; me había prometido no verlo ni hablarle pero, el corazón es frágil, esa tarde nos encontramos cara a cara. Podía jurar que él sabía todo: por cómo respiraba, por cómo me veía y por cómo me veía yo en su mirada. Creí que me estaba pidiendo ayuda aunque sé que uno se deja llevar por lo que la imaginación permite. Le tomé un par de fotos y me alejé.
Pocos minutos después empezaron los gritos. Cuatro hombres intentaban sacar a Laurentiu del cobertizo, sin mucho éxito. Uno lo jalaba de la cabeza, los otros tres empujaban su cuerpo torpemente, llevándolo al claro exterior. Cada hombre lo sostuvo como pudo, uno de ellos lo abrazó con todas sus fuerzas y le clavó el cuchillo en la garganta. Laurentiu gritó más fuerte y poco tiempo después sus respiros comenzaron a ahogarse en su propia sangre. Pasaron varios segundos, tal vez demasiados. Paró.
“¿Viniste hasta Rumania para llorar? No lo puedo creer, ni mi abuela hace eso”, me dijo Sorin quien se reía junto con los aldeanos. Yo sabía que para ellos este sacrificio es parte de una tradición, cosas de la vida diaria. Sabía que no le ponen nombres a sus cerdos porque no existe un vínculo emocional con ellos (el Laurentiu fue mi idea). La comida es la comida, las tradiciones son las tradiciones y yo lo respeto, pero los mocos y las lágrimas que se me escaparon delataban una frontera cultural inapelable. Ellos sabían que los sacrificios porcinos de bestias de 220 lbs no son algo habitual en mi vida; no sé si eran conscientes, pero pararon por unos segundos y me ofrecieron un encendedor para prender el cigarro que se asomaba por la bolsa de mi chamarra. Después continuaron con su vida.
La tarde del 18 de diciembre pasado, la aldea de Schitu Stavnic parecía tan tranquila como cualquier otra tarde de invierno, excepto por el inicio de la época de tăierea porcului o matanza del cerdo. Esta tradición ha existido en toda Rumania desde hace siglos y se hace siempre antes de Navidad. En ese día yo me encontraba, por azares del destino, en esta aldea en el área de Voinesti, a 20 minutos de Iaşi, una capital antigua de Rumanía situada al noreste del país en la región de Moldavia.
Si me hubiera encontrado en Bucarest, en Sibiu, en Cluj-Napoca o en Timișoara habría presenciado la tăierea porcului pero terminé ahí, en casa de la familia Ifrim, en medio de lo que varios me han descrito como “una tradición profundamente rumana” y, ahora puedo decirlo, un proceso que puede llegar a ser una artesanía.
Para este sacrificio engordan un puerco durante un año y, en diciembre, una o dos semanas antes de Navidad, lo matan. Luego, ponen al animal muerto y entero encima de una superficie y lo prenden con paja o con un soplete a gas. Una vez negro el chancho, entran las mujeres a la escena. Traen agua para lavarlo y cerveza, vin fiert (vino caliente) y/o tuică (una bebida alcohólica hecha con ciruelas). Los hombres lavan al animal con cepillos y le raspan la piel con cuchillos hasta que vuelve a quedar rosa, le frotan sal por todo el cuerpo, lo tapan con una cobija y mientras la carne se ablanda, los niños lo montan como si fuese un caballo.
Unas horas después empiezan las incisiones. Primero le cortan la cabeza y la ponen a un lado, después hacen un corte a lo largo de la espina dorsal y, parte por parte, quitan la piel y se la comen como botana, quitan la grasa y van separando el resto de cuerpo hasta que sólo queda el esqueleto. Los intestinos se usan para embutidos y guardan la carne en cuartos sin hornillas, lo cual les garantiza que durará varios meses entrado el año.
Tras tasajear laboriosamente a Laurentiu entramos todos a la casa. Nos sentamos alrededor de una mesa pequeña y ocupamos todo el espacio de lo que, a esa hora del día, tomaba la función de comedor. Se repartió más vin fiert y cerveza. También pasaron harbuz murat (sandía encurtida) junto con cuerito y orejas de cerdo. Comíamos mientras las mujeres preparaban la comida: un guisado del cerdo cocido en su propia grasa y polenta que, una vez hecha, cortan con un hilo. El calor humano, el vapor de los guisados y el calor de la hornilla convirtieron el espacio diminuto en un cuarto de sauna en el que olores, pláticas e interacciones coincidían para un mismo fin: comer en familia el primer guisado del animal recién sacrificado.
Al caer la noche me preparé para irme. Me despedí de todos, les agradecí haberme recibido en su casa y hacerme parte de esta tradición. “Te vas a perder el sacrificio del lunes”, me dijeron y comenzaron a reírse. Me reí con ellos, nos tomamos una foto y me fui. Para dejar entrar hay que dejar salir. Excepto por Laurentiu. Él siempre estará en mi corazón.
Cocina recomienda: