Desamor, rancheras y tequila: la importancia de Vicente Fernández en nuestra educación sentimental

Un mariachi no llora, se emborracha. En el intermedio se da permiso de expiar, cantando, las penas y glorias que le atañen.
“Yo no sé por qué borracho te recuerdo, si en mi juicio nunca vives en mi mente, puede ser que allá en el fondo no muy hondo, solo viva, solo viva, pa' quererte”, son palabras que hemos escuchado en boca de Vicente Fernández, que hemos repetido luego, identificados con el sentimiento que contienen.
La música ranchera mexicana es una fuente potable de estereotipos que son parte de la identidad. En el acervo de este género musical, que canta sobre “ mujeres y traiciones”, el tequila es un invitado de honor, casi un personaje: el trago que se toma para celebrar el amor, el que se apura para invocar al olvido, el gatillo de las confesiones y, a veces, una llave para la resignación.
Con Vicente (y otras estrellas del género) aprendimos que hay una relación estrecha entre el querer y el beber. En este imaginario, esa virilidad que evoca la figura del charro no se ve comprometida cuando el sentimentalismo aflora por culpa de la embriaguez. Pasados de tragos, pues, el hombre ‘más hombre’ canta con orgullo sus puntos flacos y, en una de esas, hasta ite su ternura.
Al fondo de los caballitos (las copas en las que se sirve tradicionalmente el tequila), y de la melancolía, se encuentra el inconfundible grito del mariachi. Ese "ay, ay, ay" liberador que llevamos —con orgullo o ironía— a bodas, cumpleaños, palenques y borracheras solitarias de buró.
No es la regla pero sí es común que el tequila sea el catalizador. El destilado de agave (de más de treinta grados) hace fluir las emociones cuando se lo sirve al ritmo melancólico de voces a punto de quebrarse, como la del charro de Huentitán, y de trompetas que doblan por algún mal de amores.
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